Cambio de rumbo
Hay un salto fundamental entre una película consciente de sus limitaciones y capacidades y otra que las ignora y las niega. En el primer caso, aunque parezca un ejercicio conservador, tenemos un amplio núcleo de riesgos acotados a las posibilidades que el material presenta. En el segundo, con toda la buena fama que tiene eso de “lanzarse al vacío”, lo que termina primando detrás de la desmesura es la falsa épica. Histeria. Fuegos de artificio.
Los juegos del hambre, la primera parte dirigida por Don Ross (uno de esos artesanos que silenciosamente entregan grandiosas películas que la gente ve más por cable que en cine), es una película épica que nunca se olvida de poner los pies en la tierra y cuidar a sus personajes. Inclusive, horrando a la mejor tradición clásica, es económica y precisa en cada una de las cosas que nos propone. Y a decir verdad, lo logra, porque vende liebre, nunca gato
En llamas, la segunda entrega de la saga, dirigida esta vez por Francis Lawrence, pertenece al grupo de películas que se muestran desmesuradas, que no son conscientes de sus limitaciones. Este film, por lo tanto, presenta tres problemas asociados a la desmesura.
Pero, vale aclarar, el problema no está en el diseño de producción ni en la construcción pomposa de una distopía futurista con aire a falso, que sería una imputación tradicional anti-mainstream. No. El primero de los problemas es que, a diferencia de la primera parte de la saga, en En llamas los personajes son abandonados, apenas trabajados, como si lo que importara fuera la crítica política (yo me pregunto qué le sucede a cierto mainstream americano con el imaginario distópico que siempre vuelve a las mismas fuentes predecibles: nazismo, stalinismo, fascismo, etc.) en vez de improbable cariño por la suerte esquiva de los protagonistas frente a la tiranía que los azota y que, en esta segunda entrega, hace competir a los ganadores de los juegos del hambre previos en una batalla entre si, como si se jugara la supercopa de la muerte.
Lo que llama la atención es que Lawrence dirigió Soy leyenda, película en la que se demostraba con bastante claridad y no poco talento, qué es eso de empatizar con un personaje, con un perro o con lo que fuera. De hecho el mundo de ese film resultaba más interesante cuando la lectura política no se hacía obvia y el contenido humanístico reaparecía.
El segundo es uno de los mayores inconvenientes de esta parte de la saga: estamos en 2013 no en 1930 y viendo Flash Gordon. Esta verdad de Perogrullo pide a gritos aclararse ya que el director pareciera no entender la lógica de una saga cinematográfica. Por el contrario, lo que vemos de la película (su poética de la postergación, su desprecio por los personajes tridimensionales) actúa como un viejo serial (algo que la saga Matrix tampoco aprendió pero que las sagas de El señor de los anillos y Star Wars, si): ser parte de una saga épica no niega la autonomía de cada capítulo; ser parte de una saga no invalida a los personajes como tales sino que debe apoyarse en ellos. En la película de Francis Lawrence, si. Esto la vuelve soporífera, extensa pero, para mayor problema, confusa.
Y aquí aparece el tercer problema de En llamas: su montaje desesperado no puede darle ritmo a algo que jamás se estableció con una mínima claridad. De repente, la primera media hora del largometraje se sucede como una secuencia de montaje que enlaza elementos sin solución de continuidad, escenas desperdigadas con elipsis que no guardan coherencia en su linealidad (ni en la falta de ella). Esto genera un problema claro de desconexión: la sucesión de elipsis o las secuencias de montaje multiplicadas generan un quiebre perceptivo, una suerte de efecto de “loma de burro”. Y es que literalmente la película pone un vidrio entre ella y nosotros y nunca nos deja entrar.
Toda la distancia presupuesta (y dispuesta) que provoca la película hace que la imaginería visual se pierda, se desarme, se olvide (esto sería la contraposición de un caso como Avatar, así no piensan que el problema que describo no es propio de una posición anti-mainstream). Por eso, lo lamentable de En llamas es que los elementos a explotarse estaban ahí, pero la decisión fue siempre ir hacia el otro lado: frente a la tradición clásica Lawrence opta por la peor de las tradiciones, que es la del desprecio por narrar historias, la especulación en piloto automático y el olvido de los personajes, que son aquello que nos ata, universalmente, a sentarnos en una butaca un par de horas.