La maldad como inmanencia social
Un cúmulo de evasivas retóricas y el arte de combinar los géneros con la mayor intensidad posible constituyen las dos características fundamentales de En Presencia del Diablo (Goksung, 2016), una obra maestra todo terreno de Na Hong-jin, asimismo uno de los realizadores más ambiciosos e insólitos de Corea del Sur…
En consonancia con lo que viene siendo el inconformismo y la prodigiosa vitalidad del cine coreano de la década anterior y los últimos años, la tercera película de Na Hong-jin funciona como la frutilla de la torta de la que podríamos definir como la cinematografía nacional más interesante del espectro global reciente. En Presencia del Diablo (Goksung, 2016) es una obra maestra que adopta al desconcierto, el polimorfismo y la amalgama de géneros como sus principios rectores, aunque siempre respetando una idiosincrasia que se ubica en el ámbito de esa vertiente particular del terror que transcurre en nuestro Tercer Mundo. Hoy el director de las extraordinarias The Chaser (Chugyeogja, 2008) y The Yellow Sea (Hwanghae, 2010) construyó una épica sorprendente de 156 minutos plagados de paradojas misteriosas, arrebatos, detalles memorables y volantazos en el tono narrativo.
Hasta cierto punto el realizador, al igual que colegas de la talla de Park Chan-wook, Bong Joon-ho y Kim Jee-woon (y en menor medida de Park Hoon-jung y Lee Jeong-beom), retoma un motivo muy caro al cine coreano -léase la inoperancia, corrupción y carácter bufonesco de la policía- para utilizarlo de base con el objetivo de ensombrecerlo de a poco en sintonía con Memories of Murder (Salinui Chueok, 2003), una jugada en la que la disposición del relato atraviesa una metamorfosis apasionante que arranca en el thriller bucólico con destellos de comedia y desemboca en el horror totalizador, ese que devora a los vínculos cercanos e instaura el infierno en la tierra. La premisa es extremadamente sencilla y nos lleva a un pueblito de las montañas de Corea del Sur, donde una infección cutánea transforma a los lugareños en enajenados que masacran a sus respectivas familias.
Una vez más la investigación cae en manos de un pobre diablo sin la capacitación adecuada ni el ingenio para comprender la dimensión de lo que ocurre, el Sargento Jong-goo (Kwak Do-won), quien terminará inmerso en una espiral descendente gracias a una tensión y una dosificación del suspenso en verdad abrumadoras, como no veíamos en mucho tiempo en el séptimo arte. Cuando la única hija de Jong-goo muestre “indicios” de un cambio pronunciado en su persona y los vecinos comiencen a señalar el extraño comportamiento de un ermitaño japonés que deambula en la región, el protagonista deberá encontrar al culpable para salvar la vida de sus seres queridos y esquivar un camino que encauza hacia la locura. El guión del propio Na se concentra en la pesquisa pero inesperadamente evita mostrarnos los homicidios en sí, condenándonos a la angustia sutil de la escena del crimen.
De hecho, la potencia retórica del film radica precisamente en los espacios vacíos a nivel de la información suministrada al espectador y la efervescencia/ desesperación de Jong-goo, un policía cuya impasibilidad resulta casi exasperante durante la primera hora del metraje. Mientras que gran parte del terror industrial norteamericano contemporáneo continúa obsesionado con los estereotipos de “la perturbación de la paz” y todas esas fórmulas quemadas en torno al dualismo platónico de la carne y el espíritu, En Presencia del Diablo en cambio patea por completo el tablero al sumergirnos desde el inicio en conceptos mucho más ajustados al mundo impiadoso en el que vivimos: en la historia la maldad gira sobre su propio eje porque es una inmanencia concreta que surge de golpe y arremete en forma de torbellino social, sin que importen la corporalidad o inmaterialidad de la entidad de turno.
Así las cosas, el director se burla de planteamientos vetustos como la idea ochentosa de “contagio” debido a que los ataques son aleatorios y obedecen al placer caprichoso del sadismo, lo que en términos prácticos significa que aquel miedo a no acatar determinadas reglas es sustituido por la ausencia total de normas. De la misma manera que descubrimos una suerte de “sincronía en etapas” de los asesinatos, la propuesta confronta esta despersonalización del cazador con las penurias del protagonista en pos de darle sentido a los acontecimientos, circunstancia que a su vez pone patas para arriba al que suele ser el mecanismo más burdo del horror de nuestros días (en lugar de enfatizar un contexto corrupto que mancha a un héroe o paladín inmaculado, la trama nos obliga a calzarnos los incompetentes zapatos de Jong-goo y acompañarlo en decisiones de índole laboral/ ética).
Sin duda el gran acierto de la película pasa por la combinación de los engranajes fantásticos de la mitología oriental con el “whodunit” de los policiales y las referencias aisladas a recursos de larga data -y muy en boga en la actualidad- como los exorcismos, las aventuras en parajes inhóspitos y los zombies antropófagos. Cada cita que introduce el cineasta va acompañada de una reformulación sensata que le escapa a la ironía y al homenaje bobalicón del indie y/ o el mainstream del resto del globo, los cuales parecen más interesados en celebrar la cultura chatarra desideologizada que en construir opus coherentes y valiosos a nivel discursivo. En el convite sólo prima el amor por el cine a secas, ese que nos brinda personajes verosímiles y con carnadura, para querer u odiar: hablamos de una fábula maravillosa que desde nuestra periferia analiza los clichés y fracasos del acervo marginal…