El amor de Dios muere joven.
Las transformaciones que ha atravesado David O. Russell a lo largo de los años ponen en evidencia una enorme capacidad de reinvención como pocas veces se ha visto en el Hollywood reciente, talento que el neoyorquino sin dudas sabe extrapolar hacia la misma esencia de sus personajes y su trasfondo concienzudamente inestable. A esta altura del partido podemos dividir su carrera en tres períodos que responden a matrices narrativas específicas: en primera instancia tenemos las comedias negras de raigambre indie, Secretos Íntimos (Spanking the Monkey, 1994) y Flirteando con el Desastre (Flirting with Disaster, 1996), luego sobrevino una etapa de mínimo éxito comercial y vuelco hacia el humor absurdo en las ácidas Tres Reyes (Three Kings, 1999) y Extrañas Coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), hasta finalmente desembocar en nuestra maravillosa contemporaneidad.
Superando todo lo hecho en el pasado, en su madurez el cineasta se sumó a tantos otros colegas y consideró oportuno un giro hacia un clasicismo irreverente que -en gran parte- contiene aquellos ingredientes tradicionales aunque hoy dosificados en su justa medida. Si bien la estética documentalista de El Ganador (The Fighter, 2010) dio paso a la neurosis expositiva de El Lado Luminoso de la Vida (Silver Linings Playbook, 2012), la que a su vez derivó en la presente Escándalo Americano (American Hustle, 2013); en realidad este renacimiento mainstream posee un eje en común vinculado al haber acumulado la experiencia y sabiduría suficientes para administrar con eficacia los recursos disponibles y conservar la independencia creativa. Es decir, a pesar de que Russell mantiene su fama de lunático y pendenciero, en los últimos años supo reunir un séquito estable de colaboradores.