Sed de salvajismo
El triste cine contemporáneo, a diferencia de su homólogo de otras épocas que prefería lo prosaico o esa medianía común y corriente para generar la empatía natural del espectador, está francamente obsesionado con los opuestos retóricos sin solución negociada alguna y así como tanto el mainstream como el indie pueden aparecerse con algún concepto hiper exagerado o pomposo que destruye desde el vamos cualquier verosímil tradicional sustentado en la mundanidad, del mismo modo ambas vertientes hoy demuestran un fetiche persistente -y preocupante por lo cansador/ redundante/ estéril- con el minimalismo de premisas narrativas claustrofóbicas o ultra sencillas que permitan ahorrar presupuesto y concentrar toda la tensión del relato en pequeños detalles repetitivos que hacen más a la ambientación contextual de la acción que a la historia en sí o al suspenso, más en sintonía con los juegos de mesa y las montañas rusas que con la estructuración dramática real del séptimo arte aguerrido y mucho menos de probeta de antaño. En el terror y el thriller esto es muy evidente porque desde la aparición de neoclásicos como El Cubo (Cube, 1997), de Vincenzo Natali, y El Juego del Miedo (Saw, 2004), de James Wan, se pueden contar de a decenas los productos derivados que han venido copiando la fórmula del laberinto material o existencial y del sadismo en torno a un concepto insistente que vuelve una y otra vez con cada muerte de personaje porque lo que prima es la dinámica comercial de la colección de fallecimientos truculentos y artísticos del slasher, aunque casi siempre sin la imaginación o virulencia de aquel período de oro correspondiente a las desaparecidas décadas del 80 y 90.
Escape Room: Sin Salida (Escape Room, 2019), de Adam Robitel, fue uno de los tantos exponentes del formato en cuestión y sinceramente podía englobarse dentro del grupo menos interesante o bastante rutinario tendiente a lo deslucido, ese de El Método (2005), de Marcelo Piñeyro, El Examen (Exam, 2009), de Stuart Hazeldine, La Reunión del Diablo (Devil, 2010), de John Erick Dowdle, Would You Rather (2012), de David Guy Levy, Circle (2015), de Aaron Hann y Mario Miscione, y The Belko Experiment (2016), de Greg McLean, en oposición a obras mucho más atractivas y hasta en ocasiones surrealistas como Los Cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo, La Habitación de Fermat (2007), de Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña, Triángulo (Triangle, 2009), de Christopher Smith, Coherence (2013), de James Ward Byrkit, Time Lapse (2014), de Bradley King, y El Hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia. La esperable secuela del opus de Robitel, Escape Room 2: Reto Mortal (Escape Room: Tournament of Champions, 2021), respeta a rajatabla lo hecho por la película original y si bien no está muy lejos de otros productos recientes del rubro que asimismo resultaron bien decepcionantes, en línea con Méandre (2020), de Mathieu Turi, Oxígeno (Oxygène, 2021), de Alexandre Aja, y Espiral (Spiral: From the Book of Saw, 2021), de Darren Lynn Bousman, lo cierto es que cae incluso por debajo de aquellas y no consigue acercarse en nada a sus obvias inspiraciones espirituales, no sólo El Cubo y El Juego del Miedo sino además Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo Cortés, otra joya del formato del entorno cerrado y los acertijos más o menos implícitos símil niveles lúdicos.
La trama sigue el derrotero de Zoey Davis (Taylor Russell) y Ben Miller (Logan Miller), los únicos sobrevivientes de la faena anterior, en su misión por desenmascarar a Minos Corporation, una compañía con sede en Manhattan responsable de armar sucesivas y muy enrevesadas escape rooms/ salas de escape en las que encierran una vez al año a seis participantes para que resuelvan enigmas si desean continuar con vida, espectáculo para oligarcas ricachones en las sombras que apuestan en función de los posibles resultados entre las trampas, pistas y esa media docena de futuros cadáveres reunidos siempre bajo algún elemento aglutinador, en la primera película el hecho de que todos los participantes involuntarios habían sobrevivido a calamidades y ahora la condición de “campeones” en sus respectivos contingentes del pasado inmediato. Además de Zoey y Ben, los otros cuatro vencedores de salas de escape son Rachel Ellis (Holland Roden), Brianna Collier (Indya Moore), Nathan (Thomas Cocquerel) y Theo (Carlito Olivero), un pelotón anodino a más no poder y arrastrado a una nueva pesadilla cuando un junkie (Matt Esof) les roba un collar a los dos protagonistas y los conduce hacia un vagón del metro de Nueva York con el resto, catalizador para una colección de habitaciones -una más delirante y ridícula que la otra- que incluyen esa misma formación ferroviaria electrificada, un banco repleto de láseres que cortan como cuchillos, una postal playera paradisíaca cuyas arenas engullen a sus víctimas, un contexto callejero con una lluvia ácida que quema la piel y hasta un regreso de aquella Amanda Harper (Deborah Ann Woll) que parece que no vimos morir en el opus de 2019.
El trabajo del reincidente Robitel, un realizador mediocre que nos entregó obras mejores y olvidables como La Posesión de Deborah Logan (The Taking of Deborah Logan, 2014) y La Noche del Demonio: La Última Llave (Insidious: The Last Key, 2018), amén de haber firmado el guión del bodrio mayúsculo Actividad Paranormal: La Dimensión Fantasma (Paranormal Activity: The Ghost Dimension, 2015), de Gregory Plotkin, podría aprovechar la potencialidad para construir suspenso que esconde la premisa pero opta en cambio, como tantos otros productos de nuestros días, por exacerbar una pose vertiginosa baladí que genera distancia en vez de complicidad, no deja tiempo para el desarrollo de personajes, se lleva puesta la lógica impuesta por el propio relato y cae, en suma, en una serie de alaridos histéricos, acertijos estúpidos y acelerados, mucha tibieza ideológica, heroísmo de cartón pintado y la paradigmática ausencia de gore, inteligencia, brío o un mínimo planteo sexual con vistas a conseguir la calificación más baja posible cortesía de las diferentes entidades de censura del globo. La estética visual general, siempre a mitad de camino entre lo retro videoclipero y la publicidad para púberes, tampoco ayuda precisamente a que uno se tome en serio las amenazas mortíferas y por consiguiente a las criaturas que las sufren, a lo que se agrega la falta del ingenio de La Habitación de Fermat, el vuelo narrativo de Triángulo y por supuesto los comentarios sociales anticapitalistas de la magnífica El Hoyo, todas aventuras del espanto y de la furia que le pasan el trapo a esta supuesta denuncia de esa “sed de salvajismo” de la sociedad contemporánea de la que nos habla el prólogo a lo montaje/ resumen del capítulo previo, una evidente estafa porque aquí el único salvajismo no es el de la pantalla, como decíamos antes bastante aniñada y castrada, sino el industrial del Hollywood aburrido y codicioso oligopólico de hoy en día que prefiere entregar una catarata de mamarrachos pasteurizados y franquicias desabridas antes que los convites más portentosos, interesantes y desproporcionados de antaño, aquellos que dejaban de lado el conservadurismo y apostaban a la imaginación y el desenfreno valioso de barricada. Quizás la mayor paradoja detrás de productos sin vida propia ni talento real como el presente se encuentre en el detalle de que estamos ante un supuesto rompecabezas cruento que ya no ofrece sangre ni misterios ni nerviosismo ni tampoco óbitos en sí porque la obsesión del mainstream con reciclar personajes, actores y caritas lo lleva a reducir significativamente el número de muertes explícitas para luego seguir justificando la reaparición de este bobo/ boba o de aquel/ aquella en una espiral perpetua de regresos y secuelas que nadie pidió…