UN CIERVO ENOJADO
Espíritus oscuros (título local bastante genérico, lo que a esta altura parece ser una norma) es la nueva película de Scott Cooper, un director con cierto prestigio desde que realizó Loco corazón en 2009. Su película anterior, Hostiles (2017), era un western sobre un capitán del ejército con la misión de escoltar a una familia cheyenne a través de Nuevo México, y en esta ocasión vuelve sobre el mismo tema de fondo -la tensión entre blancos y nativos americanos-, pero desde un lugar inédito para su carrera: el terror. Ahí aparecen los nombres de Guillermo del Toro como productor, y de Nick Antosca como guionista, adaptando su cuento The quiet boy.
Aunque en varios lados se hable de esta película como “la nueva de Del Toro”, lo cierto es que es el universo de Antosca el que tiene mayor presencia: el retrato del pueblo y de la clase trabajadora como contexto del horror es algo que el escritor viene trabajando desde su serie antológica Channel Zero, pasando por The act e incluso en la nueva Chucky, en la que oficia de productor. Un espacio temático y estético que no es ajeno a la obra de Cooper (las tensiones sociales y económicas eran el centro de La ley del más fuerte), y que en definitiva tampoco es ajeno al terror en sí, con la América profunda como un escenario recurrente. Lo que termina de unir a Espíritus oscuros con las producciones previas de Antosca es la manera de entender el género, con la base de un espíritu Clase B arrastrado por una seriedad densa y terminal. Una aproximación que elude la autoimportancia que pueden tener películas de terror actuales (a la manera de Jordan Peele o Ari Aster), pero que busca construir un terror serio y adulto, cargado de drama y gravedad.
De hecho, si no fuera por la criatura mitológica con cuernos que aparece (de ahí el título original, Antlers), la película podría pasar por un drama familiar sobre el abuso y sus consecuencias. Julia (Keri Rusell) vuelva a su pueblo natal en Oregon, del que se fue hace muchos años escapando de su padre, y se instala en la casa de su hermano Paul (Jesse Plemmons). El rencor de Paul por haberlo abandonado en su momento, dejándolo a merced de ese padre monstruoso, es evidente, aunque intenta solaparlo con un trato cordial y distante. Julia parece estar recuperándose de su adicción a la bebida, y trata de llenar ese vacío con su trabajo de docente. Se involucra con sus alumnos, y en particular con uno: Lucas (Jeremy T. Thomas), un niño que siempre luce andrajoso y desnutrido, abatido por un secreto familiar. A medida que Julia trata de descubrir la verdad, los crímenes se suceden y tanto ella como su hermano se ven enfrentados a una antigua leyenda indígena conocida como Wendigo.
A pesar de que logra generar un clima opresivo bastante efectivo, al menos en la primera mitad de la película, a Cooper se lo nota incómodo en el género. En cambio, cuando aborda los conflictos personales, el drama familiar hecho y derecho que mencionábamos, se muestra como un narrador sutil, más atento a lo que puedan decir las actitudes de sus personajes que a lo que expresan hablando. Con el terror le ocurre lo opuesto: la falta de sutileza se convierte en torpeza, algo que va escalando hacia un final tan genérico como perezoso. Para peor, el monstruo tampoco ayuda; cuando existe la consciencia de que no es demasiado bueno, lo mejor es mostrarlo poco, sugerirlo en lugar de explicitarlo. Otra vez, la sutileza. Pero después de hacer eso, Cooper desecha las sombras y tira un ciervo mutante a la cara del espectador. Terrorífico en primera instancia, pero paulatinamente intrascendente.
Para ser justos, hay algunas secuencias de horror bastante logradas, como aquella en la que el Wendigo rompe desde adentro el cuerpo de uno de los personajes, pero el relato nunca consigue que sus partes funcionen a la par. El drama, que podría corresponderse con el terror e incluso actuar como espejo, termina careciendo de justificación. Un ejemplo: en un par de escenas vemos a Julia tentada de comprar alcohol, combatiendo con su propia adicción, pero eso no tiene ningún peso en la historia. La situación de Lucas y su padre drogadicto podría rebotar en la historia de Julia y Paul con su padre, y de hecho Paul lo menciona (“no proyectes nuestro pasado en él”), pero la realidad es que no sucede. Los hermanos, el niño y el Wendigo son tramas que corren paralelas sin poder integrarse. Y ni hablar del costado de denuncia que la película pretende tener (dicho por su director en algunas entrevistas). La leyenda dice que el Wendigo se manifiesta como venganza por la explotación del medio ambiente, y sí, hay un pueblo minero y una cocina de drogas instalada en una vieja mina, pero una vez más: no hay una justificación que lo sostenga.
Aún con Del Toro y Antosca involucrados, el estreno de Scott Cooper en el terror es otro punto bajo de un año difícil para el género (podríamos decir “en una época”, lo que sería cierto, pero también fatalista). Narrativamente fallida, saludable en su desinterés por ser más que una película de género (si hay una ambición ecologista, o una búsqueda por retratar la realidad de los nativos americanos, todo está tan lavado que no se nota demasiado), Espíritus oscuros termina siendo una película olvidable, que no hace ruido ni tampoco molesta. Con el anuncio de que su próximo proyecto va a ser la adaptación de una novela de Paul Tremblay, una de las nuevas estrellas de la literatura de terror, podemos decir que Cooper la pasó mejor que nosotros en su paso por el género. Ojalá que en esa película futura se acuerde de nosotros.