Dos extraños son
Desde que comienza el film, con una atractiva viñeta estilo 50s de un perfil urbano identificable con el West Side neoyorquino, el espectador, no sin razón, espera encontrarse con el tipo de comedia romántica brillante, inocente y eficaz tìpica de esa época dorada del Estados Unidos de posguerra. Epoca de prosperidad y esperanza, de hogares suburbanos equipados con la última tecnología y confort, y también la década que dio lugar a los “baby boomers”, como se conoce a la explosión demográfica originada en ese entonces.
Sin ser demasido suspicaces, hay algo en la extraña conducta de Martín (Diego Torres) y Sol (Julieta Zylberberg) que nos dice que esta parejita de jóvenes músicos (él, pianista clásico; ella, “torch Singer” con aspiraciones de rockera) aguardan una especie de milagro o de fortuito golpe de suerte.
No por carecer de talento, sino de oportunidades, Martìn y Sol se ganan la vida actuando en el bar-lounge de un lujoso hotel. Martìn al piano, prolijamente peinado a la gomina y con anteojos de negro carey, y Sol recostada sobre el piano al mejor estilo Michelle Pfeiffer en Los fabulosos Baker Boys, la pareja prosigue su rutina hasta que un incidente menor hace que se vean en la calle, desocupados.
Sin mucho que hacer, salvo recorrer agencias artísticas y asistir a castings, un viejo amigo y ex colega, Freddy (Fabián Vena) aparece en escena con un irresistible canto de sirena. Devenido exitoso empresario y manager de artistas, Freddy sabe que Martìn, con su innato talento y carisma, es una mina de oro en potencia para el mercado de la música pop de consumo masivo. Pero Martín, dueño de un estricto entrenamiento clásico, se niega repetidamente a componer edulcoradas baladas pop. En el otro wing, Sol, poseedora de una excelente voz, recibe la oferta de una gira internacional como cantante de una banda manejada por Freddy, fabricante de estrellas.
Sin mucho que hacer en casa (un departamento llamativamente coqueto de estilo francés, fuera del alcance de dos músicos empobrecidos), Sol se obsesiona con el vecino del piso de arriba y sus idas y venidas en medio de la noche. Ausente y silencioso durante el día, de regreso en la madrugada, el vecino deja de producir, por unos días, sus impetuosas entradas acompañadas del ruido de zapatos de tacón.
Para no darle a Martín la noticia de que está embarazada, justo en momentos de aprietos económicos, Sol se concentra en el misterio doméstico y arrastra consigo al reticente Martín, a quien convence de que se ha cometido un crimen en el piso superior.
¿Comedia policial de fórmula? Sí, innegablemente. ¿Eficazmente ejecutada? No, por razones varias. El cantautor Torres despliega su encantadora inocencia por doquier, pero su partenaire, Julieta Zylberberg, no parece capaz, en todo el film, de encontrar el tono comédico adecuado. Con un antecedente impecable como su magnìfica interpretación de una oscura celadora de colegio secundario durante la dictadura en la película La mirada invisible (Diego Lerman, 2010), Zylberberg, sin incurrir en encasillamientos, intenta pero no logra ponerse en papel en Extraños en la Noche.
Tanto la trama como la estètica y el espíritu risueño del film evocan la deliciosa comedia de Blake Edwards Un disparo en la oscuridad (1964, con Peter Sellers y Elke Sommers), pero Extraños en la Noche carece de algo que la cinta de Edwards poseía en abundancia: un guión sólido, previsible pero sin baches, y una manufactura casi perfecta. Tomadas individualmente, las escenas de Extraños en la Noche, sin llegar a semejantes alturas, son dignas, correctas, pero el dudoso ensamblaje transforma al film en una concatenación de intentos de comedia casi sin cohesión narrativa.
Así, la película de Montiel, que tiene méritos artísticos de sobra, pero de manera un tanto inconexa, deviene un decepcionante desencuentro de dos extraños en la noche.