Una cortina pesada y vieja se mueve ondulante. Detrás se percibe la silueta de una mujer que juguetea con la tela. Una cortina que esconde algo y parece metaforizar la separación de lo que existe contra lo que no se puede ver. Así comienza Familia sumergida, la ópera prima de María Alché (directora y productora, además de actriz en La niña Santa), un largometraje misterioso e inquietante que propone correr el velo de las historias ocultas en la vida de una mujer y su familia.
La película recorre el universo complejo de Marcela (Mercedes Morán) y la dura experiencia del duelo frente a la repentina muerte de su hermana Rina. El film pone en primer plano la cuestión de las pérdidas y de la insatisfacción. Marcela riñe con la cotidianidad y las problemáticas de sus tres hijos adolescentes (Laila Maltz, Ia Arteta, Federico Sack) y un marido casi ausente (Marcelo Subiotto) que por un tema de trabajo viaja con frecuencia y pasa gran parte del tiempo fuera de casa. La vida de Marcela se fractura con la pérdida de su hermana y el dolor que supone ir su departamento para llevarse poco a poco sus pertenencias. El clima de la casa familiar es de un desorden reinante; un departamento típico de clase media bastante pequeño y sobrecargado de cosas. Marcela, sobrepasada por la situación, se muestra ausente y perdida, mientras los hijos, cada uno en su mundo, parecen no ser partícipes ni conscientes del barullo que se palpa en la casa ni en la cabeza de su madre. La presencia de Nacho (Esteban Bigliardi), el amigo de una de sus hijas, será quien le devuelva una cierta cordura y conexión con la realidad a Marcela, e inclusive, quien le ayude a transitar todo ese complicado proceso de redescubrirse y reacomodar sus emociones.
Sin dudas, el desempeño de Mercedes Morán es impecable y es quien se carga al hombro el relato. Crea un personaje lleno de matices y lo transforma en una mujer, que tan solo con una mirada, es capaz de transmitir una tristeza y un vacío infinito. El personaje de Marcela se deconstruye a lo largo del film para reencontrarse consigo misma y animarse a dar vuelta la página, pudiendo hallar su propia forma de cerrar y sanar los vínculos de su pasado.
La película utiliza recursos visuales que se ponen de manifiesto en forma evidente. Es interesante el juego y la supremacía de espacio que se le da a las plantas (cabe mencionar que hasta el propio afiche del film muestra a Mercedes Morán rodeada de hojas). Se ven muchas plantas, pequeñas, grandes, floreros en abundancia por toda la casa, hasta inclusive en la casa de Rina. Mucha (y exagerada) vegetación en ámbitos chicos, donde la presencia de la naturaleza se trabaja como un elemento que separa lo puro de lo contaminado, lo que está seco de lo que florece. Las telas son otro recurso que se utiliza en reiteradas ocasiones: desde las cortinas que tienen un marcado protagonismo y que podrían pensarse como un elemento cuasi teatral, hasta los primeros planos de distintos pañuelos, chalinas y bufandas.
Desde el relato, la historia rompe con la lógica argumental de la cotidianidad con ciertas escenas oníricas donde Marcela tiene encuentros con personajes que tal vez ya no están o que directamente, no se sabe si realmente existen. Hay momentos de bailes entre personajes circunstanciales, una expedición a un lugar campestre y encuentros casuales en determinados lugares de la ciudad, escenas que funcionan a modo de guiño o ruptura acorde al cambio que va sufriendo el personaje de Marcela.
“Somos lo que ocultamos”, se lee en el afiche de esta historia sencilla que explora todo lo que una muerte puede traer aparejado a una familia que parece no conocerse del todo a pesar de los años. Llegando al final y en referencia a la primera escena, se ve la silueta de Marcela fumando detrás de una ligera y etérea cortina de color blanco, mientras que la noche y las luces de los edificios se conjugan con el sonido de la música de fondo. Algo en la vida de esa familia se develó para siempre.