La heterogeneidad de un país en ebullición
Resulta innegable que de un tiempo a esta parte el cine europeo no está ofreciendo películas interesantes ni mucho menos productos con algún merito que puedan llegar a tener éxito en mercados que no sean los locales. Lejos de las cúspides estilísticas de décadas anteriores, el viejo continente parece resignado a correr por detrás de la industria estadounidense y sólo de vez en cuando se decide a poner toda la carne al asador para competir en géneros hegemonizados por Hollywood. Debido a esta circunstancia llama la atención el estreno en Argentina de Flame y Citrón (Flammen & Citronen, 2008), una prodigiosa anomalía que inesperadamente se ubica entre lo mejor del año. Hablamos de un thriller bélico con una fuerte impronta dramática que por momentos recuerda a El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977) y Black Book (Zwartboek, 2006), las obras maestras de Paul Verhoeven.
La historia aquí planteada se basa en hechos verídicos acontecidos en Dinamarca durante la invasión nazi de la Segunda Guerra Mundial. Corre el año 1944 en una Copenhague férreamente controlada por las tropas germanas, Bent Faurschou-Hviid (Thure Lindhardt) y Jørgen Haagen Schmith (Mads Mikkelsen) cumplen tareas en la peculiar resistencia danesa asesinando a distintos miembros del gobierno colaboracionista. Siempre al mando de Aksel Winther (Peter Mygind), quien a su vez responde a la cúpula británica, casi de inmediato ambos se convierten en una suerte de “héroes” entre los partisanos luego de varias operaciones de alto perfil. La situación comienza a complicarse cuando reciben la orden de eliminar a tres alemanes: hasta ese instante la ejecución de nazis estaba vedada en términos generales por temor a las represalias, así terminan aceptando el encargo pero todo sale mal.
El realizador Ole Christian Madsen construye con inteligencia un relato exaltado en donde el doble discurso y la paranoia conspirativa juegan un papel fundamental tensando los hilos que unen al dúo protagónico con el resto de los personajes. Las tribulaciones se superponen a medida que la intriga va abriendo posibles atajos o quizás callejones sin salida: mientras que los dos esperan con ansiedad el visto bueno para ajusticiar a Karl-Heinz Hoffmann (Christian Berkel), el jefe de la Gestapo, Bent traba relación con la hermosa Ketty Selmer (Stine Stengade), un correo de la resistencia, y Jørgen trata de recuperar a su familia, a la que fue perdiendo por sus reiteradas ausencias. Un pulso clasicista de espionaje a la film noir recorre de punta a punta el guión de Lars K. Andersen y el propio director, como si la estética barroca de los ’50 colisionase con el realismo tortuoso de nuestra cotidianeidad.
Sin lugar a dudas el desempeño del elenco es otro de los factores que merecen destacarse en una propuesta muy enérgica que se arriesga muchísimo al combinar un desarrollo de índole testimonial en verdad impecable y una estructura de suspenso sustentado en vueltas de tuerca y generosas secuencias de acción. Sin desmerecer el gran aporte de sus colegas, las exploraciones de los taciturnos Mads Mikkelsen y Thure Lindhardt profundizan y hasta en ocasiones sobrepasan la amplitud concedida por la trama para con sus respectivos roles. Lamentablemente hacía bastante tiempo que no nos encontrábamos con interpretaciones tan rigurosas y en sintonía con las necesidades narrativas del conjunto: como antecedentes cercanos señalemos que Mikkelsen hizo del antológico Le Chiffre en Casino Royale (2006) y a Lindhardt lo pudimos ver en Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007) de Sean Penn.
Amparado en la fotografía de Jørgen Johansson y el montaje de Søren B. Ebbe, Madsen consigue angustiar al espectador con las paradojas de un retrato amargo que no celebra ni condena el accionar de los protagonistas, cuyos nombres de guerra son precisamente aquellos del título (“flammen” es “llama” en danés y se refiere al cabello rojizo de Bent, Jørgen por su parte trabajó en la fábrica de Citroën en Copenhague y en un principio sólo fue chofer). Más allá de los atropellos psicóticos de los nazis, cada una de las misiones de esta resistencia poco resplandeciente pone en cuestión la competencia de los superiores, el margen de maniobra en el contexto de una invasión y las fronteras morales de todos los involucrados. Ya sea que luchen por su carrera, una ideología o el simple odio al enemigo, estos “soldados sin frente” no pueden ganarle a la heterogeneidad de un país en ebullición.