Todo por una lata de puré de tomate
The Flash (2023), dirigida por Andy Muschietti y escrita por Christina Hodson a partir de una historia de base que fue acreditada a Joby Harold, Jonathan Goldstein y John Francis Daley aunque involucró muchísimas manos más sin consignar, acumula un derrotero histórico demasiado inflado para su propio bien porque lleva la friolera de dos décadas de pesadillesco planeamiento y específicamente una dentro de los confines del denominado DC Extended Universe, en esencia una extensa retahíla de exploitations con presupuesto gigantesco de la Trilogía del Caballero de la Noche de Christopher Nolan, doce productos muy erráticos a cargo de Warner Bros. que resultan un poquito más humanos y bastante más oscuros que los de su competencia directa, el Marvel Cinematic Universe, en este caso una catarata de bodrios insufribles e intercambiables orientados a retrasados mentales que confunden una obra de arte con una botella de Coca Cola, un café de Starbucks o quizás una hamburguesa de McDonald’s. Después de cinco decenas de directores y guionistas involucrados a lo largo de los años que fueron sucesivamente descartados por una Warner obsesionada con volcar sutilmente la película hacia lo liviano adolescente, Muschietti fue el único que pudo encaminar el proyecto luego de demostrar eficacia comercial en las muy dignas It (2017) e It Chapter Two (2019), nuevas adaptaciones para el estudio en cuestión de la famosísima novela homónima de 1986 de Stephen King, no obstante el asunto siguió experimentando problemas de diversa índole vinculados a la pandemia del coronavirus, cambios de fecha de estreno por demora en los efectos especiales, indecisión narrativa del DC Extended Universe y competencia contextual, y finalmente la falta de confianza que generaba en la Warner el protagonista, Ezra Miller, un excelente actor que sin embargo reiteradamente ha demostrado estar bastante “perturbado” por casos varios de violencia, robo, acoso y pederastia, amén de ser un fanático de las armas, usar casi siempre un chaleco antibalas, denigrar a todos a su alrededor, semi secuestrar familias enteras, proclamarse un mesías de los aborígenes norteamericanos y ridiculizar sin proponérselo a la fauna woke porque cada vez que alguien lo critica o lo denuncia el jovenzuelo grita “discriminación”.
La película resultante, más allá de su background delirante que pinta de pies a cabeza la marketización estrafalaria de la cultura masiva del Siglo XXI bajo criterios cada día más empobrecedores, nostálgicos y autorreferenciales, es un trabajo anodino con un desarrollo dramático entre cómico y serio -algo típico de los últimos productos de DC- que resulta pasable durante buena parte del metraje hasta que todo se cae bien a pedazos durante el paupérrimo desenlace, lo que por cierto no quita que resulte loable la idea de combinar cierto pulso de las comedias tontuelas y fantásticas de los años 80, los viajes correctores en el tiempo de la saga que empezó con Back to the Future (1985), de Robert Zemeckis, y el fetiche del mainstream hollywoodense del nuevo milenio para con los multiversos, algo así como un intento de seguir exprimiendo la “gallina de los huevos de oro” de los superhéroes en un mercado mundial ya bastante harto tanto de las obras sobre un personaje en concreto como de las epopeyas corales que unifican el destino de diversos villanos y paladines de la humanidad, proponiendo en cambio una conjunción esquizofrénica de relatos cruzados en función de los cuales pueden regresar e interactuar -por lo menos en la cabeza infantiloide de los jerarcas de los estudios yanquis y sus múltiples acólitos y/ o esclavos, incluido un público bobo y obsecuente hasta lo risible- diferentes acepciones de la misma criatura, un mejunje que no oculta su dejo melancólico como si se tratase de un reconocimiento tácito del hecho de que estos films ensamblados cual cadena de montaje o fábrica de chorizos no tienen nada que hacer en una comparación con los opus del rubro comiquero de fines del siglo pasado o de los primeros años de la década del 2000. Aquí Barry Allen/ The Flash (Miller) decide viajar al pasado para salvar a su madre de ser asesinada, Nora (Maribel Verdú), y a su padre de ser acusado de ello, Henry (Ron Livingston), mediante el detalle de evitar que la mujer se olvide de comprar una hilarante lata de puré de tomate, no obstante termina en un mundo alternativo sin sus amigotes todopoderosos, como esos Diana Prince/ Wonder Woman (Gal Gadot) y Arthur Curry/ Aquaman (Jason Momoa), y por ello le pide ayuda a Kara Zor-El/ Supergirl (Sasha Calle) y Bruce Wayne/ Batman (Michael Keaton).
Definitivamente el problema crucial de la propuesta es el patético guión de Hodson, una británica mediocre y de lo más elemental que viene de escribir basura impresentable del nivel de Shut In (2016), de Farren Blackburn, Unforgettable (2017), de Denise Di Novi, Bumblebee (2018), de Travis Knight, y Birds of Prey (2020), de Cathy Yan, situación que le agrega una capa de dignidad a la labor del argentino Muschietti porque en términos generales logra construir una historia visualmente atractiva que le saca buen partido a la capacidad creativa tantas veces desaprovechada de los CGI, en muchos blockbusters de las últimas tres décadas consagrados únicamente a las escenas de acción y a algún que otro detalle fastuoso que en esta oportunidad muta en el limbo surrealista en el que Allen “flota” corriendo a toda velocidad mientras se desplaza por los abismos del tiempo, escenas por cierto muy logradas gracias a una serie de personajes y sucesos alternativos que se mueven alrededor de The Flash cual coliseo de una digitalidad símil maniquíes con fisonomía de personaje de videojuego. Otros puntos a favor se condicen con la introducción de un doble más joven de Barry correspondiente a este ecosistema enrarecido, por supuesto el infaltable comic relief de todo tanque púber, la vuelta de aquel Keaton de las góticas Batman (1989) y Batman Returns (1992), ambas del mejor Tim Burton, el de aquellos comienzos previos a su servilismo mainstream del nuevo milenio, el hecho de recuperar como villano al General Zod (Michael Shannon) de Man of Steel (2013), trabajo de Zack Snyder que fundó el DC Extended Universe, el cameo de Jeremy Irons como Alfred Pennyworth y de Ben Affleck como el millonario encapotado, todo para crear una relación paternal y “de espejo” con el protagonista del título, también huérfano, y hasta el rol decorativo aunque disfrutable de esa Supergirl de Calle, marimacho que compensa la ausencia de Kal-El/ Clark Kent/ Superman (Henry Cavill) y sirve para equilibrar la fórmula estándar detrás de toda esta colección de chatarra cinematográfica superheroica, pensemos que The Flash aporta el rostro humano, Batman los traumas de los nenitos ricos de las cúpulas del capitalismo y la presente versión de Supergirl un sustrato invencible y adusto que como siempre necesita de la energía solar.
Considerando sus olvidables participaciones previas como Allen en las apestosas Suicide Squad, Batman v Superman: Dawn of Justice (2016) y Justice League (2017), estas dos últimas también dirigidas por Snyder, y en series televisivas como Arrow (2012-2020) y Peacemaker (2022), The Flash sin duda alguna aglutina el mejor desempeño posible de Miller dentro del célebre traje de neopreno rojo, quien se acopla bastante bien a sus dos personajes, el Barry inmaduro y el más preocupón porque el homicidio de mami lo marcó al punto de enclaustrarse en un laboratorio forense, no obstante esta metamorfosis hacia las obsesiones caricaturescas de la gran industria insípida de hoy en día, un enclave en el que asimismo compuso al Trashcan Man de The Stand (2020), muy floja miniserie inspirada en la novela de 1978 de King, y a Credence Barebone/ Aurelius Dumbledore de la horrenda franquicia de Fantastic Beasts and Where to Find Them (2016), Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald (2018) y Fantastic Beasts: The Secrets of Dumbledore (2022), una trilogía de mamarrachos de David Yates que pertenecen a la “línea de montaje” del Harry Potter de la fascistoide J.K. Rowling, no hace más que retrotraernos a los comienzos de su carrera, cuando prometía abrirse paso como un ídolo andrógino del indie gracias a películas interesantes como Afterschool (2008), de Antonio Campos, We Need to Talk About Kevin (2011), de Lynne Ramsay, The Perks of Being a Wallflower (2012), de Stephen Chbosky, y The Stanford Prison Experiment (2015), de Kyle Patrick Álvarez, augurio que terminaría en saco roto tanto por el viraje faustiano, léase la venta de su alma a Hollywood, como por los desvaríos cada día más peligrosos de su devenir privado, casi todos vinculados a su amiga/ cuasi pareja Tokata Iron Eyes, activista ambiental de linaje sioux que también está loquita y adora defenderlo mientras los padres de la muchacha acusan a Ezra de haberla secuestrado. Lamentablemente el desenlace del film, otro de esos larguísimos, aburridos, melosos, lelos, nostálgicos y redundantes de DC/ Marvel, destruye el folletín de aventuras y empantana al convite en el fango del artificio pueril exacerbado de hoy en día que nada tiene que ver con el quid grotesco del Batman de Burton ni con el pastiche fatalista del emporio de Snyder…