Trío de excepción para una tragedia
Como en Capote, el film que lo hizo conocer (y le dio el Oscar a Philip Seymour Hoffman) y en El juego de la fortuna-Moneyball, que mereció seis nominaciones (incluidas las correspondientes a la mejor película y al mejor actor, Brad Pitt), Bennett Miller vuelve a revisar historias y personajes reales. Puede que la de este caso no haya cobrado demasiada notoriedad entre nosotros, pese a su espectacularidad, tanto por quienes la protagonizaron como por su infausto desenlace, pero, de todos modos, invita a ser parco a la hora de describirla.
De todas maneras, una sombra de fatalidad se cierne casi desde el principio sobre la extraña relación que involucra al último y excéntrico heredero de una dinastía sinónimo de riqueza y poder y a dos hermanos, ambos campeones olímpicos de lucha libre, una disciplina por la que el millonario manifiesta un entusiasmo obsesivo, quizá tanto como el que alimenta sus delirios de grandeza y aún mayor que el que lo ha llevado a dedicarse a la ornitología. Luchador mediocre él mismo, aunque le han sobrado influencias para coleccionar trofeos, el riquísimo heredero de los DuPont quiere convertirse en entrenador del equipo olímpico norteamericano de lucha para los Juegos de Seúl de 1988 y para eso pone dólares (600.000 sólo para construir el gimnasio) y dominios a su servicio. Quizás, en el fondo busca la aprobación de su madre, la aristocrática dama que prefiere deportes más nobles, ama a los caballos y desprecia esas prácticas que juzga vulgares, pero el hecho es que convierte a Foxcatcher (el gigantesco establecimiento que posee en Pensilvania) en un ejemplar centro de entrenamiento e intenta asegurarse la incorporación de los dos hermanos ganadores del oro en Los Ángeles, que viven modestamente en el otro extremo del país.
El mayor, Dave, ya casado y también entrenador, no quiere trasladar a su familia, y dice no. Al hosco y solitario Mark, en cambio, lo seduce la oferta y acepta la mudanza, aunque deba resignar el estrecho contacto con su hermano (menos robusto, pero más inteligente, que es también su maestro y no sólo en lo profesional). De las características de ese vínculo, el director Bennett Miller da una temprana e ilustrativa muestra, sin necesidad de palabras (como en muchos otros logrados momentos del film) en una magnífica escena de entrenamiento.
A partir de entonces, el film pone el acento en la relación de poder que se entabla entre el millonario y su pupilo, de aspecto tosco, pero más frágil. Los dos se necesitan para creer en sus propios valores, pero las relaciones se vuelven más complejas, la convivencia más tensa y el malestar, visible cuando más tarde Dave se incorpora al equipo.
Miller no intenta explicar ni dar respuestas; sólo explora, con gran minuciosidad, los vaivenes de ese complicado trío, tal vez con la esperanza de que a lo largo de ese detenido y sutil estudio de caracteres asomen algunas pistas que ayuden a esclarecer los múltiples conflictos y expongan los elementos que llevaron a su extraño desenlace. No faltan aquí codicia, delirio, ambición, ego, desesperación, diferencias sociales, muchos de los clásicos ingredientes de la clásica tragedia americana. Y si falta alguna ligazón entre ellos es porque el cineasta -ganador del premio al mejor director en Cannes- ha preferido concentrarse en la elaboración de los personajes y en el trabajo del elenco. Que es, a todas luces, admirable. Y tan homogéneo en su altísima calidad, que es difícil establecer diferencias entre los tres principales (Tatum, Ruffalo, Carell), aunque se comprende que sea este último -por su rotundo cambio de registro y su vistosa composición física- quien llame más la atención.