El maestro ruso vuelve a un museo, prescinde de la ampulosidad de un plano secuencia de 94 minutos e interroga a fondo sobre el lugar del arte en la Historia
Son muy pocos los cineastas que establecen una relación entre el cine y la contingente marcha de la civilización. El cine de Manoel de Oliveira tenía esa particular virtud de hablar siempre del incesante esfuerzo humano por sobreponerse a través de símbolos y obras a la rudimentaria existencia animal. El prodigioso cineasta ruso Aleksandr Sokurov es otro de los pocos que persisten en esa tradición ya minoritaria. ¿De que se trata? De filmar la lucha contra lo brutal, o la indecorosa simplificación del destino de los hombres a su mera naturaleza arcaica.
En Francofonia, un retrato polifacético sobre el Museo del Louvre de París, hay dos fuerzas salvajes que identificar y vencer: el nazismo, un régimen soez cuya valoración del arte no detenta sensibilidad alguna excepto la del imperativo de la apropiación, y la propia furia de la naturaleza, que siempre puede desbancar todas las obras humanas.
En el inicio, el propio Sokurov, en plena realización de la película, intenta comunicarse por internet con el capitán de un navío que lleva contenedores con obras de arte y está amenazado por una tormenta en altamar. Línea narrativa (y autorreflexiva) secundaria del film, pero filosóficamente central, pues si el mar doblega al barco será mucho más que un fatídico accidente. Ese motivo del film será un contrapunto con el relato preponderante que está circunscripto a la revisión de la ocupación nazi de París en 1940 en general, el destino de todas las colecciones en el Louvre en particular y el protagonismo respecto de esto último del director del museo en aquel entonces, Jacques Jaujard, y del conde Franz von Wolff-Metternich, el encargado alemán del Kunstschutz, esto es, de la protección del patrimonio cultural francés durante la guerra.
A esos dos ejes narrativos, Sokurov les suma algunos paseos por el presente del museo y sus obras, meditando así sobre la importancia del retrato en la pintura occidental, las distintas valoraciones del arte y la herencia cultural, y la relación intrínseca entre los saqueos imperialistas y la historia del museo. A su vez, el fantasma de Napoleón visita esporádicamente el museo en sus horas libres mientras presume toda su banalidad y posa frente a algún cuadro que lo representa, acompañado de una mujer que encarna a la República de Francia y repite como un mantra desangelado su propio mito conceptual: libertad, igualdad y fraternidad.
Antes de concluir, hay que enfatizar cuán grandioso es Sokurov como cineasta. Puede filmar varias pinturas consagradas y suscitar en la quietud de las mismas un ligero movimiento que surge de un pase mágico de la cámara. Sokurov pliega el lienzo de una pintura con un imperceptible meneo de su cámara aprovechando el cono de luz: el cuadro en sí adquiere entonces vivacidad. Aquí no elige el sonido para dar vida a los cuadros, como lo hacía en otros notables films suyos relacionados con la pintura (Elegía de un viaje, Hubert: una vida afortunada), lo que no significa que en Francofonia el sonido no esté elaborado magistralmente como en todas sus películas. Al inicio, los sonidos de una sirena remiten a bombardeos propios de la Primera y Segunda Guerra Mundial, se entrometen en el campo visual y el presente del museo es de inmediato invadido por el pasado. El sonido es aquí la forma por la que se siente el tiempo, o la posibilidad no visual de que se destituya la imagen de su propia posición fijada en el presente.
Estos son los heterogéneos materiales con los que trabaja Sokurov y con los que llega a entrever las contradicciones de toda empresa civilizatoria: el arte puede redimir parcialmente la trivialidad y ferocidad de los hombres, pero la voluntad de poder va a la par de la voluntad por trascender. Más allá de esta clarividencia sociológica, Sokurov no dejará de lado las vidas de los hombres ordinarios que en cierto momento de su historia, sin saberlo, realizan acciones cuyo fin está ligado a un sentido de grandeza.
Los últimos 10 minutos, en donde Metternich y Jaujard son interpelados desde y en la ficción por el propio Sokurov, Francofonia alcanza una dimensión espiritual inesperada. Algo devastador sucede, algo que expone con una vehemencia amorosa la endeble finitud de los hombres. Ni estos ni sus obras menos provisionales pueden eludir el paso del tiempo. Todo desaparece.