Sobre la contemplación visceral.
Una película como Frente al Mar (By the Sea, 2015), la última aventura de Angelina Jolie como directora, nos coloca indefectiblemente ante el dilema de aclarar de manera explícita la perspectiva de análisis: podríamos caer en el estereotipo de afirmar que el opus responde a un mero capricho de la californiana (una suerte de ejercicio de estilo que homenajea al cine de décadas pasadas) o a la necesidad de despegarse del rol de femme fatale ATP que viene arrastrando desde hace tiempo (ese mismo que la condena a trabajos olvidables y de escaso o nulo valor artístico, en otra de esas espirales profesionales autodestructivas que caracterizan a cierto sector de la aristocracia hollywoodense). Pero no, el film de hecho parece funcionar como un retrato de la concepción fatalista de Jolie en lo referido al matrimonio, el fluir de la vida y esos momentos en los que la inercia prevalece ante todo.
Hoy la obra se juega por un minimalismo que deja atrás la fastuosidad del conflicto en los Balcanes de los 90, núcleo de In the Land of Blood and Honey (2011), y los campos japoneses de prisioneros de la Segunda Guerra Mundial, examinados en Inquebrantable (Unbroken, 2014). Aquí -en cambio- prima una miscelánea de alusiones al cine cool y/ o “sofisticado”: el relato se sitúa en un pueblito de la costa francesa durante los 70 y la propia Jolie interpreta a Vanessa, una ex bailarina que atraviesa una profunda crisis de pareja, en la que los silencios constituyen las principales vías de comunicación con su marido Roland (Brad Pitt). A través de una progresión aletargada y detallista, la realizadora toma prestada la estructura de ¿Quién le Teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966) para vaciarla de diálogos y volcarla hacia un desapego sutil símil Michelangelo Antonioni.
Jolie evita explotar las analogías entre la ficción y su vida privada (la presencia de Pitt, su esposo, legitima las aspiraciones artísticas del convite en su conjunto, en especial si consideramos que ya han transcurrido más de dos décadas desde que el señor demostró por primera vez que es un gran actor), y le saca todo el jugo posible al tono cansino de la trama (el único catalizador verdadero de la historia pasa por un “binomio espejo” más joven y fogoso que el principal, al que espían mediante un agujero en la pared de la habitación del hotel en el que residen). Más allá de las conversaciones en francés de Roland con los lugareños, no hay mayores intercambios entre los protagonistas y la propuesta se desarrolla dentro de una jaula preciosista que parece hacerse eco del aburrimiento burgués y los tiempos muertos de obras maestras muy lejanas como El Pasajero (The Passenger, 1975).
El problema central del film lo encontramos en el apartado discursivo, porque la directora no se decide por ningún marco conceptual y deja al dúo flotando en el limbo del drama romántico, tan bienintencionado como vacuo e intrascendente. En este marasmo resulta fundamental la ausencia de un background social interesante y la recurrencia de las mismas situaciones a lo largo de las dos horas de metraje, ni siquiera permitiendo que las acciones “hablen” por los personajes o aprovechando el erotismo que podría haber desencadenado la curiosidad con respecto al devenir de los otros cónyuges. Lamentablemente Frente al Mar no posee la convicción necesaria para acercarse a la contemplación visceral del odio detrás del cariño, y a fin de cuentas fracasa en su pretensión de regalarnos una alegoría austera sobre los efectos del bloqueo psicológico, ese que nos limita a nivel personal y amoroso…