No soy fan de los documentales. En general los encuentro televisivos en un formato de entrevista donde tendenciosamente te llevan hacia lo que el director quiere exponer sin vueltas ni demasiado énfasis en el relato.
A veces los llenan de recursos para distraerte y a veces ni siquiera tienen esa gentileza. Gabor demostró que todavía queda mucho de ese género por elevar. Esta historia empieza desde lo más profundo del director, como un recuerdo que quiere ser atesorado por siempre.
A la memoria no le pedimos que sea objetiva, con lo cual el relato se pierde en la nostalgia y en la admiración que claramente él siente por lo que está contando. Como punto de partida tenemos el conocerlo a él y de qué vive y cuál es su próximo proyecto: “Ojos del mundo” le ha pedido un corto contando sus obras en Bolivia brindando controles y operaciones en aldeas del interior del país, a personas que no tienen otra forma de acceder a estos servicios médicos.
Buscando inspiración de cómo hablar de la ceguera, se encuentra con Gabor. Gabor es un ex director de fotografía que ha perdido la vista hace una década y que hoy vive de alquilar equipos para filmación.
El director de la película lo encuentra cuando renta una cámara que necesita para filmar y Gabor es un excelente medidor de cómo contar el tema que necesita contar. Claro que sé que es una persona de carne y hueso, pero creo que lo interesante del relato es que, además, se lo convierte en un gran personaje.
Por un lado con su amor desmedido al cine y su noción en la composición de cuadro, en la búsqueda de ambientes y de luz y por otro de este hombre que tuvo que resignar la vida que conocía para abrirse a una nueva.
Si a esto sumamos animaciones, una narración con mucha simpleza y sentido del humor y una fotografía muy destacable, bueno, entenderán por qué disfruté tanto esta película. Es inevitable conmoverse frente a esto, frente a los éxitos que se cosechan y a los fracasos, frente a la necesidad de seguir adelante e intentar hacerlo de la manera más digna posible.
Uno de los médicos dice que aprendió mediante una experiencia en la que estuvo con los ojos vendados por tres días que uno puede estar ciego para el resto, pero nunca para uno mismo, que uno empieza a distinguir cada textura y sonido. Y mientras pasa la película uno realmente se rehúsa a creer que Gabor no ve. Pero sí ve: cine.
Aunque nada más en el relato te guste, cosa que dudo dada su simpleza y calidez, verlo a él y su expertise pintando cada frame, es para deleitarse una y otra vez. Muy recomendable.