Alguien en quien confiar
Fue en la década del 80 que Hollywood empezó a ironizar sobre todo y todos aunque aún dentro del armazón de los relatos clásicos, por ello buena parte del cine de la época posee los rasgos de una etapa de transición entre la paciencia narrativa de antaño y el cinismo hiper vacuo o infantil que pronto dominaría en el mainstream y el indie desde el final de la Guerra Fría o el triunfo de yanquilandia en todo el planeta. Los años 90 vieron acelerar sustancialmente las tramas y fueron testigos de la paulatina pauperización de la dimensión conceptual de los tanques mundiales de los grandes estudios, compañías que siempre toman una realización muy exitosa como ejemplo a imitar y generan una enorme cantidad de exploitations de diversa naturaleza, por ello mismo Shrek (2001), de Andrew Adamson y Vicky Jenson, se transformó en el arquetipo de este nuevo estado de cosas y en un modelo a futuro: hablamos de un film animado que fue muy gracioso en su momento y que funcionó de maravillas en taquilla porque mundanizó el universo de los cuentos de hadas sirviéndose de las herramientas culturales del momento, léase la parodia polirubro frenética que no deja a nadie inmune y la entronización de las escenas de acción, la pose cool/ soberbia/ canchera permanente y la comedia de “pareja dispareja” de cadencia, precisamente, ultra ochentosa.
El Hollywood posmoderno nunca puede superar sus compulsiones, como la exacerbación discursiva redundante que explica las chistes y el relato o la manía de reemplazar todo el tiempo a directores, guionistas y equipo técnico en general, y efectivamente después de entregar una secuela digna a cargo de Adamson más Kelly Asbury y Conrad Vernon, Shrek 2 (2004), destruye la franquicia con las mediocres Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007), de Chris Miller y Raman Hui, y Shrek para Siempre (Shrek Forever After, 2010), de Mike Mitchell, y con un spin-off bastante anodino, Gato con Botas (Puss in Boots, 2011), opus también dirigido por Miller y basado en ese personaje titular que nace en cuentos varios de Gianfrancesco Straparola, Giambattista Basile y Charles Perrault, visto por primera vez en Shrek 2. Como todos daban por finiquitada la franquicia de Shrek y compañía, no a nivel comercial sino artístico, el arribo de Gato con Botas: El Último Deseo (Puss in Boots: The Last Wish, 2022), de Joel Crawford y Januel Mercado, resulta más que sorprendente ya que el film que nos ocupa mantiene un buen nivel de calidad como no se veía desde los dos primeros eslabones de la saga emblema de DreamWorks, amén de que incluye un trasfondo inusitadamente adulto para un producto masivo de esta envergadura, casi siempre pueril.
Utilizando de base la estructura narrativa de El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), de Sergio Leone, una obra maestra que además acumula muchas otras alusiones formales también ligadas a la siguiente joya del querido realizador italiano, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), Gato con Botas: El Último Deseo combina dos motivos clásicos del western, la crisis y la competencia en busca de un tesoro, en un guión de Paul Fisher y Tommy Swerdlow que en apariencia gira alrededor del miedo a morir del gatito, nuevamente con la voz de Antonio Banderas, porque malgastó ocho de sus nueve vidas en una serie de situaciones triviales, de allí que se obsesione con pedirle un deseo a la estrella mágica del centro del Bosque Oscuro para recuperarlas antes de que sea asesinado por un supuesto cazarrecompensas, Lobo (Wagner Moura), criatura que no deja de seguirlo al igual que Jack Horner (John Mulaney), pastelero psicópata al que le robó el mapa hacia la estrella del deseo, y Ricitos de Oro (Florence Pugh) y su familia adoptiva de tres osos, Mamá (Olivia Colman), Papá (Ray Winstone) y Bebé Oso (Samson Kayo), todo a instancias de la muchacha -una especie de adolescente marimacho que oficia de líder- y su idea de solicitar a la estrella una parentela humana, lo que genera la decepción de los osos.
La película de Crawford y Mercado corrige todos los errores de las últimas entregas de la franquicia y apuesta a un relato de aventuras en el que el latiguillo conceptual va mutando desde la conciencia de la propia mortalidad, ya con el felino en formato vulnerable y menos preocupado por su leyenda de bandolero popular, hacia la dificultad actual en materia del viejo arte de confiar en el prójimo, más en tiempos de paranoia, intolerancia y una pugna ideológica y pragmática constante, así las cosas el Gato con Botas deberá hacer frente a su colección de enemigos mientras acepta la ayuda/ compañía/ apoyo de su ex pareja, Kitty Patitas Suaves (Salma Hayek), ya vista en el opus del 2011, y de un can que se hacía pasar por gato en un refugio, Perrito (Harvey Guillén), típico comic relief de un optimismo y una inocencia eternas. No todos los chistes funcionan aunque unos cuantos sí, casi siempre vinculados a ese Bicho de la Ética (Kevin McCann) símil Pepito Grillo y a los ojitos tiernos de los felinos y el perro, y las escenas de acción son un tanto mucho hiperbólicas pero por lo menos se buscó un diseño semejante a lo que sería una mixtura entre las ilustraciones antiguas de los cuentos de hadas y las historietas de los 50 y 60, generando una propuesta entretenida que se beneficia del surrealismo tétrico carrolliano detrás del Bosque Oscuro…