Ambiciones bienvenidas
En el panorama del cine argentino actual, Gato negro es una bienvenida rareza. No porque aporte algo significativamente novedoso, sino porque siendo una opera prima su nivel de ambición es bastante poco habitual (incluso para realizadores con una trayectoria), arriesgándose a fallar en no pocos momentos. Si el cine argentino del presente se bambolea entre una producción indie adocenada, efectista y festivalera, el sistema industrial aporta una cuota de conservadurismo absoluto, tanto formal como temáticamente. En ese panorama, el debut de Gastón Gallo se anima a contar casi cuatro décadas en la vida de un hombre, y como telón de fondo la vida de ese país que habita, que es nuestro país: la Argentina, con todos los bemoles que pueden haber existido entre las décadas de 1950 y los 90’s. El combo es seductor por momentos, excesivo por otros y fallido en muchos, pero, como decíamos, bienvenido por animarse a ir siempre por más.
El Tito de Gato negro es lo que los norteamericanos llaman un self-made man -como Tony Montana, como Donald Draper- uno de esos tipos que habiendo nacido en medio de una gran pobreza se las arreglan para convertirse en prósperos representantes de su sociedad a como sea. Gallo, entonces, recurre a los tópicos habituales de este tipo de producciones que en filmografías como la norteamericana, por ejemplo, abundan: los orígenes pobres del personaje, la demostración de algún talento que permita el acceso a espacios de poder, su progresivo ascenso en la escala social, su degradación personal una vez en la cima. El director debutante toca todas y cada una de las teclas, aprovechando una muy correcta dirección de arte y un abordaje un poco superficial a la historia del país, pero que le aporta un marco al protagonista: Tito parece estar con todos y a la vez con ninguno, más allá de que de algún círculo de violencia no pueda escapar completamente.
La película avanza en aquellos momentos en que la narración es más libre, especialmente en su primera parte -con dejos del Favio popular y salvaje-, que es cuando la alegoría sobre el país no está tan presente, y cuando el personaje se forma y construye sólidamente a partir de sus pérdidas y sus rencores. Luego se dedica a citar momentos históricos del país un poco mecánicamente, aunque nunca deja de ser del todo inquietante el vínculo entre ese protagonista y la violencia institucionalizada. Tal vez el mayor inconveniente radique en que el único personaje constituido con dimensiones es Tito, y los demás son meros elementos que transitan la puesta en escena con el fin de generar acciones o reacciones del protagonista, caso máximo el de la esposa de Leticia Bredice que nunca pasa de ser una peligrosa maqueta. Que esto no resulte misógino se debe a que la película no termina de sentir empatía por su protagonista, al que mira por momentos con fascinación y en otros con desprecio.
Aún con sus fallas a cuesta, Gato negro es una producción que cuando pifia es por ambiciosa y nunca por críptica o elusiva. El director decide contar una historia más grande que la vida misma, y elige para eso múltiples recursos expresivos, desde planos secuencia a metáforas visuales, incluso imágenes poéticas para mostrar el delirio de su protagonista y actuaciones que deliberadamente están varios tonos por encima. En cierta forma el film se parece al personaje, ya que ambos buscan cierto tipo de trascendencia que no terminan de hallar. La diferencia radica en que mientras Tito se moviliza por el rencor y la inconsciencia de clase, la película lo hace por una pulsión narrativa siempre consciente de sus limitaciones pero no por eso menos apreciable. Esa apuesta es lo mejor que tiene para ofrecer el director, alguien con un futuro promisorio y que logra en Gato negro un tipo de relato que no abunda en el cine argentino actual.