LAS TROPELÍAS DEL GAUCHO INVEROSÍMIL
Gauchito Gil, la película que el director Fernando del Castillo filmó en su Corrientes natal, es un intento por despojar al santo popular de la idealización y la mística que naturalmente lo rodean. No existen certezas sobre la historia de Antonio Mamerto Gil Núñez, pero la mayoría de las versiones coinciden en que peleó en la Guerra de la Triple Alianza y que luego desertó, que se convirtió en forajido y se ganó el cariño y la devoción de la gente, y que fue asesinado en la localidad de Mercedes. Colgado boca abajo, dicen que sus palabras finales fueron para su verdugo: le avisó que su hijo estaba enfermo, y le dijo que lo iba a salvar. Luego fue degollado. Dicen también que, al volver a su casa, el verdugo encontró al hijo enfermo, pidió por su salud y el hijo se salvó. El verdugo volvió al lugar donde mató al gaucho, y puso una cruz. Ahí comienza la leyenda del Gauchito Gil, y el culto que se extiende hasta nuestros días. Poco importan los hechos históricos concretos: basta con ver los santuarios al costado de las rutas del país, con sus banderas rojas, flameantes, para dar cuenta de la importancia de Antonio Gil dentro de las creencias populares, donde la fe se impone a las circunstancias.
Resulta inevitable comparar esta película con Gracias Gauchito, de Cristian Jure, estrenada hace poco menos de dos años, y que en esa comparación aquella película termine ganando espesor. Es verdad que cada una ensaya una mirada distinta sobre el tema en común, pero lo que falla en la película dirigida por Del Castillo es materia consciente en la película de Jure: desde los diálogos afectados, pasando por la puesta en escena de a ratos teatral, hasta ese verosímil puesto a prueba de manera constante. Lo que en Gracias Gauchito se entendía como una búsqueda deliberada por el artificio y lo kitsch, acá no hace más que evidenciar los defectos de una propuesta que no logra organizarse.
Si bien Del Castillo no desestima la mitología de su personaje, decide poner el acento en la reconstrucción de los eventos “reales” que precipitaron la fuga y la posterior muerte del Gauchito Gil. Elige narrar ese recorte de la historia en clave de western, lo que en principio es un acierto, pero no puede evitar que la película se empantane con recursos que van del melodrama a la telenovela, y que no hacen más que desestabilizar un relato que podría funcionar sin demasiadas aspiraciones. Marcelo Vallejos, que le pone el cuerpo al Gauchito, apenas puede salir airoso de un guion que no le da muchas oportunidades, reduciéndolo a un personaje plano y poco interesante. Los que terminan resultando más estimulantes son los villanos, no tanto el insoportable coronel Salazar, si no la cuadrilla de soldados encargados de capturar al gauchito, que en su constante patetismo se vuelven simpáticos. Ahí hay otro acierto, porque el director le da espacio a esos captores, en especial a Quintana, que es quien empuña el cuchillo final. Pero claro, la que se cuenta acá es la historia del Gauchito, así que esos claroscuros se terminan diluyendo.
Gauchito Gil es una película chica y consciente de sus límites, pero le cuesta articular sus partes para que la narración avance sin distraernos con detalles que, de otro modo, pasarían inadvertidos, casi sin molestar. Paula Brasca, por ejemplo, que interpreta a una viuda aristócrata con la que el Gauchito mantiene un romance, habla con un acento porteño del Siglo XXI, pero de a ratos lo mezcla con un impostadísimo acento correntino. Más que una intención, ese juego entre los acentos termina pareciendo un descuido. Lo mismo que el diseño de vestuario, que aboga por una pulcritud que los hace parecer a todos disfrazados. Es interesante detenerse un segundo en este punto: si uno se pone riguroso, es posible notar que la recreación de un período histórico concreto en el cine, a veces, echa por tierra la observación realista de los usos y costumbres en favor de una finalidad estética. Es más que probable que los uniformes no estuvieran siempre gastados y sucios, y seguramente la rugosidad de todas las cosas no estaba filtrada por una fotografía de época, pero esa es la idea que a veces tenemos del pasado, y que curiosamente funciona. Ya sabemos que cuando la leyenda se convierte en hecho, preferimos imprimir la leyenda.
En un contexto de producción nacional donde se imponen las fórmulas seguras (al menos en el mainstream, que rara vez se aleja de la comedia marca Suar o del policial con comentario social, aunque hay excepciones), son dignas de celebrar las películas más modestas, muchas de ellas producidas y filmadas fuera de Capital Federal, que se animan y toman riesgos desde la forma o el tema. Y es indudable que Gauchito Gil lo intenta, aunque lamentablemente el resultado esté lejos de dar la nota.