La singularidad como virtud
Último eslabón de una mítica saga del manga y el anime, Ghost in the Shell (2017) es el mejor film que el mainstream norteamericano actual podría haber entregado en función de los ingredientes de base: en esencia hablamos de una epopeya muy digna de ciencia ficción que balancea convincentemente los cuestionamientos clásicos del ciberpunk y un vigoroso popurrí de secuencias de acción…
El anime en tanto género específico no ha parado de crecer desde que alcanzó sus primeros éxitos masivos en la década del 70 en el campo de la televisión y desde que se consolidaron sus ambiciones y principales vertientes en el séptimo arte -durante los 80- a partir de la aparición de tres de sus mojones más importantes: Akira (1988) apuntaló los thrillers tecnológicos de ciencia ficción, Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) hizo lo propio con la fantasía de rasgos nostálgicos y La Tumba de las Luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988) ayudó a definir ese realismo de gran densidad dramática vinculado a los horrores cotidianos y al tono poético que acompaña en mayor o menor medida cada uno de los exponentes del género. La decisión de adaptar en live action uno de los trabajos canónicos del manga y el anime, Ghost in the Shell (Kôkaku Kidôtai), era a priori una jugada riesgosa cuanto poco, no obstante el resultado es muy digno y satisface las expectativas acumuladas.
Ahora bien, teniendo en cuenta que el material original engloba un conjunto de historietas, películas y hasta una serie televisiva, vale aclarar que este segundo opus de Rupert Sanders toma distintos elementos de toda la saga aunque casi siempre centrándose en los pivotes del -algo sobrevalorado- film homónimo de 1995 de Mamoru Oshii, responsable de la popularidad de una franquicia que combina un futuro distópico, la inteligencia artificial y mucho ciberespionaje con una crisis identitaria, el compañerismo y esas clásicas masacres metropolitanas. El foco del relato está puesto en Major (Scarlett Johansson), un organismo sintético comandado por un cerebro humano que ha sido manipulado por Hanka Robotics, una empresa estatal encargada de monitorear a un escuadrón parapolicial antiterrorista del cual la susodicha forma parte. Convertida en un arma, a Major se le asigna detener a Kuze (Michael Pitt), un misterioso hacker que está asesinando a directivos estratégicos de Hanka.
Del mismo modo que los demás eslabones de Ghost in the Shell, esta epopeya de Sanders, quien viene de entregar la potable Blancanieves y el Cazador (Snow White and the Huntsman, 2012), comienza con un núcleo ciberpunk fundamentalista que deriva en una investigación tendiente a unificarse con un popurrí de escenas de acción y cuestionamientos varios acerca de la naturaleza bipartita de la protagonista y las lagunas de su memoria, siempre presa de un pasado empardado con la fragmentación y el olvido. El guión de Jamie Moss y William Wheeler es respetuoso para con el espíritu del trabajo original, más allá de esa propensión del mainstream contemporáneo a sobreexplicar los acontecimientos y las convicciones que motivan a los personajes: de hecho, la historia es diez veces más simple y “amigable” que su homóloga de la realización de 1995, aun así la experiencia no resulta empobrecedora desde el punto de vista del discurso existencialista de izquierda de fondo.
Si bien a Ghost in the Shell (2017) le hubiese venido de maravillas un poco más de valentía formal, un encadenamiento de secuencias más enrevesado y/ o algún que otro detalle en verdad novedoso, lo cierto es que estamos ante la mejor película posible que podía producir el Hollywood actual en función del material de base y la determinación del director de no abusar de los ralentís digitales a la Matrix (The Matrix, 1999), asimismo un subproducto del universo de Ghost in the Shell. Aquí la trama profundiza las referencias a Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus), de Mary Shelley, para conjugar un marco conceptual más afín con los espectadores occidentales, circunstancia que incluye dubitaciones interesantes alrededor de la soledad de los marginados y la contingencia de pensar a la singularidad como una virtud reafirmante de un “yo, androide consciente”. El hecho de que la propuesta no caiga en estupideces pop/ chistecitos y se tome en serio a sí misma, con espacio suficiente para el dolor y los diálogos autoreflexivos, es un bálsamo que eleva el nivel de una obra pareja y convincente, capaz de desparramar cadáveres y al mismo tiempo permitir el lucimiento de la siempre prodigiosa Johansson…