La esperada superproducción basada en el cómic de Shirow Masamune tiene unos cuantos claroscuros e invita a la comparación con la película animada de Mamoru Oshii.
El título de estreno local de Ghost in the Shell, La vigilante del futuro, no hace en nada justicia a las pretensiones de esta adaptación cinematográfica del exitoso manga de Masamune Shirow por parte del británico Rupert Sanders (Blancanieves y el cazador, 2012). Ya desde el inicio, la música y las imágenes dejan en claro la voluntad de indagación sobre la esencia de la naturaleza humana, en una presentación que nos puede llevar a arriesgar si la deriva nos llevará por senderos que dialogan con la obra de Terrence Malick, Steven Spielberg o Stanley Kubrick.
Sin embargo, esa impresión o sospecha se disipa rápidamente frente a la catarata de explicaciones sobre las reglas que rigen ese futuro cibernético en el que la protagonista (Scarlett Johansson) es una hibridación de cyborg y humana que trabaja en una sección de la policía dedicada a atrapar a los personajes más peligrosos para la sociedad.
En los primeros 35 minutos hay sólo una escena de acción (esa que puede verse en el trailer y que, sí, efectivamente es impactante), ya que el acento está puesto -como en el doble capítulo inicial o el piloto del comienzo de una serie- en explicar el conflicto. Para colmo de males este conflicto poco se conecta con la acción (la persecución del terrorista que por alguna razón se ensaña la empresa robótica que implantó su cerebro en el cyborg-protagonista es poco más que un macguffin), en tanto lo único que parece importarle es subrayar y dejar en claro la Gran Pregunta.
El efectivo componente relacionado con el diseño de los espacios (referencia obligada a Blade runner, aunque la falta de límites de los efectos digitales alejan cada vez más la posibilidad de genuino asombro), lleva a la película más cerca de la estética de un videojuego (de Tron a la saga de Resident evil), aunque las citas y “homenajes” se amontonen (Paprika, Matrix, El origen y siguen las firmas), pretendiendo dar la impresión de que estamos ante “otra cosa”.
El planteo central no deja de ser interesante: la esencia humana se relaciona con la memoria. Lejos de melifluos sentimentalismos, aquí la memoria es la base de la libertad y de la identidad. No hace falta haber leído el manga o haber visto su llegada al cine en versión animada (Ghost in the shell, de Mamoru Oshii, de 1995) para entender esta idea, de innegables connotaciones políticas. Y no solo porque se hable (mucho) sobre ella en pantalla.
De hecho, las diferencias de origen de los rasgos de los cyborgs y el de los humanos cuyos cerebros los habitan, multiplican las posibles lecturas y uno no puede dejar de recordar los títulos del inicio y la participación china en la producción. Pero ni esto podemos rescatar del todo: el propio e incesante discurso desmiente lo dicho y afirma que no importa la memoria sino la acción (esa que extrañamos hasta el minuto 75 de los 105 de metraje de la película).
En definitiva, si dejamos de lado las indagaciones sobre la naturaleza humana y posamos la lupa sobre esta película, encontraremos que bajo los artificios del diseño digital, las cantinelas pretendidamente filosóficas y el subterráneo e ínfimo melodrama familiar no hay sino un world-pudding de explotación, diseñado como una superficie cyberpunk anclada en oriente (¡que luce tan bien!) a la que ni la siempre hermosa Scarlett Johansson puede salvar, aunque la acompañen esta vez Juliette Binoche y Takeshi Kitano.