Gigante

Crítica de Fernando López - La Nación

Un gigante romántico y su bella historia de amor

Adrián Biniez sorprende con un film de raro encanto

Ni tan grande como podría sugerir el título ni tan pequeño como aparenta ser por la sencillez de su anécdota y por la modestia de su tono, Gigante es un film de raro encanto. Habla de gente común, la muestra en su rutina cotidiana sin altos ni bajos y discretamente se asoma a su íntima soledad y a sus modestos sueños. Pero hace algo más: coloca al espectador en la posición de un voyeur que sigue los movimientos de otro voyeur: el protagonista del cuento, vigilador nocturno en un supermercado montevideano.

Grandote, taciturno y bonachón, Jara pasa la mayor parte de su jornada frente a los monitores que registran la actividad en cada ángulo del local: el movimiento de los repositores, las tareas de limpieza; nada que le exija demasiada atención, más allá de alguna esporádica ratería. Tampoco hay mucha animación en el resto de sus horas, ni siquiera cuando en los fines de semana su figura le basta para imponer autoridad en la entrada de un club de heavy metal. Su vida social se reduce a las visitas de un sobrino con el que comparte juegos.

Pero cuando en la pequeña ventana por la que cada noche se asoma al mundo descubre a la bella Julia, del servicio de limpieza, todo cambia. Jara la rastrea en sus monitores, no le pierde pisada. No se atreve a acercársele, aunque la obsesión lo lleva a seguirla, de lejos, cuando sale del trabajo; a sentarse unas filas atrás cuando ella entra en un cine, a ser testigo de la cita que la mujer mantiene con otro y hasta a buscar vincularse con ese desconocido para saber algo más del objeto de su deseo.

Timidez y sinceridad

Si el film genera algún suspenso no es porque se tema por la seguridad de la chica (el tono es siempre liviano, a veces risueño), sino porque se ignora si alguna vez este oso tímido y enamorado será capaz de mostrarse como el galán romántico que en el fondo es.

Biniez emplea pocas palabras y adopta el mismo ritmo calmo del personaje, cuya interioridad Horacio Camandule desnuda con asombrosa variedad de matices, sin buscar una adhesión emotiva que se gana a fuerza de sinceridad.

Claro que detrás de la cámara hay un ojo sensible, uno que sabe cómo y dónde mirar, aunque lo que desfile frente a su lente sea casi siempre una serie de situaciones tan banales como desabridas, y también sabe transmitir cómo se ve el mundo desde la perspectiva de un alma solitaria. Con esa sensibilidad y suma delicadeza le basta para hacernos ver cómo nace y crece esta pequeña pero muy bella historia de amor.