Gilda

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Abanico de frustraciones.

Dos grandes interrogantes planteaba a priori Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), a saber: ¿qué entiende el cine industrial argentino contemporáneo por biopic, un subgénero del drama que Hollywood viene explotando hasta el cansancio desde hace mucho tiempo? Y en relación a lo anterior, ¿qué podría surgir del triple encuentro entre la figura retratada, una cantante de cumbia muy querida por las clases populares, Natalia Oreiro, algo así como un “peso pesado” del mainstream local, y Lorena Muñoz, una argentina que debuta en esta oportunidad en la ficción y que acumula una interesante experiencia en el campo documental, tanto en el rol de realizadora como en el de productora? La película resultante es digna y en ningún momento pasa vergüenza porque se decide por una entonación melodramática pendular que no hace concesiones ante el material de base y su complejidad.

Precisamente, son cuatro las dimensiones en las que el film se explaya largo y tendido, por suerte sin caer en los golpes bajos gratuitos del cine nacional de la década del 80 hacia atrás: en primera instancia tenemos el machismo del ambiente familiar de la protagonista (su marido y su madre, dos ejemplos del ideal católico de la “santa maternidad”), en segundo lugar vienen los estereotipos del círculo cultural marginal de nuestro país (eso de apostar a seguro reforzando los formatos ya probados, especialmente teniendo en cuenta el volumen demasiado acotado del mercado nativo), luego se ubica una denuncia del costado mafioso de las bailantas y/ o “movida tropical” (este detalle resulta imprevisto y eleva lo que podría haber sido una propuesta mucho más timorata), y en cuarto y último lugar llega una cierta idea de calidad artística (en abierta oposición a la cosificación vacía de la mujer).

El opus de Muñoz se inicia con una toma secuencia desde el punto de vista del féretro de Gilda y desde allí emprendemos un racconto que abarca los últimos seis años de su vida, el período previo, un trayecto que comienza en un jardín de infantes y finaliza en una de las muchas rutas peligrosas del interior. Oreiro le pone el cuerpo y el alma al personaje y sinceramente está impecable, tanto en lo que respecta a la imitación del tono de voz como en lo referente a una transformación anímica que incluye cambios muy pronunciados según el triste derrotero de la cantante. De hecho, es este rasgo el que termina primando en el relato por sobre cualquier otro elemento del film: Gilda, no me arrepiento de este amor es un dramón con todas las letras, de esos que brindan un momento de mínima alegría seguido de una generosa serie de frustraciones, dolores de cabeza y tragedias sin ningún consuelo.

Más allá de que esta “disposición narrativa” se ajuste o no a la realidad, lo indudable es que la película en parte sufre por lo que podríamos denominar un desfasaje entre la idiosincrasia -conciliadora, taciturna y tradicionalista al mismo tiempo- de Gilda y esta andanada de problemas que la aquejaron desde el principio de su aventura artística. Mientras que por un lado la mujer nunca baja del todo los brazos y continúa en la lucha a pesar de los vientos en contra en los cuatro planos ya mencionados anteriormente, a decir verdad tampoco termina de resolver ninguno de sus inconvenientes y ello nos condena a presenciar un ciclo bastante repetitivo de “esperanza, adversidad, impasse/ esperanza, adversidad, impasse/ etc.”. El fantasma del marido parásito y el affaire con un tercero se hace presente pero no llega a explotar, dejándonos con la sensación de una biopic correcta y respetuosa… y nada más.