Prefiero que el mundo no se acabe. Para encontrar el amor verdadero. Aquel que dura para siempre. Si es que existe el para siempre.
Ginger y Rosa son mejores amigas. Una, interpretada magistralmente por Elle Fanning, es colorada; la otra, Alice Englert (la vimos hace poco en "Beautiful Creatures"), es morocha. Una escribe y quiere ser poeta. La otra quiere encontrar el amor. Viven casi en un mundo separado del resto, pero no pueden evitar sentirse amenazadas por lo que pasa afuera, por esa bomba que amenazan con explotar y que moviliza a Ginger a hacer algo. Cualquier cosa. Una es tímida, la otra sutilmente atrevida.
La directora Sally Potter se centra principalmente en el personaje de Ginger, sigue todo lo que sucede con sus ojos. Cómo el matrimonio de sus padres se derrumba y al no llevarse bien con su madre se va a vivir con su padre, con quien siente que tiene más cosas en común. Pero también está Rosa, ella siempre está, que tampoco se lleva bien con su madre y se la pasa cada vez más cerca de Ginger y de su padre. La amenaza de la guerra nuclear que la lleva a protestar.
Léase el tránsito de la adolescencia, aquella complicada etapa de la vida en que uno deja de ser niño pero todavía no es adulto. Sentimientos volcados en poesías.
Y es que, mientras a Rosa en esa búsqueda del amor se la ve más precoz sexualmente, Ginger no piensa en muchachos, sino en el mundo, en el futuro de un planeta que está amenazado con terminar.
Las dos jóvenes protagonistas están muy bien, pero claro, destaca no sólo por su mayor protagonismo sino por su talento y magnetismo, Elle. Los secundarios quedan un poco opacados y no cobran vuelo en el relato, a pesar de ser jugados por los prestigiosos Annette Bening y Oliver Platt.
El film se divide principalmente entre la actividad de Ginger como protestante y la problemática que sucede con Rosa y su cercanía con su padre. Y si bien ambos son conflictos importantes, la película nunca termina de ahondar lo suficiente en ninguna de ellas.
Al fin y al cabo, Ginger perdona, antes llora y estalla en su miedo a que se acabe el mundo, o a que se derrumbe el suyo propio. Una búsqueda poética, pero sabor a poco.