Que se presente una nueva película de Nanni Moretti siempre es un evento para festejar. Que vuelva a abordar el tema de la religión y el de la iglesia (no confundir), remite a su primera película estrenada en Argentina, Basta de sermones (La Mesa e Finita).
Con menos desencanto, pero no por eso con menos filo, Moretti construye una serie de viñetas (que, es cierto, no siempre funcionan con igual eficacia) en las que la ironía y hasta la sincera sorpresa desnudan un mundo que por ridículo no deja de mostrar su costado perverso, regido por insólitas reglas de conducta y sistema de valores. La elección del Papa (Michel Piccoli) que duda en aceptar su designación y la entrada en escena de un psicoanalista para ayudar en esa circunstancia (el propio Moretti) dan lugar a grandes momentos en los que se muestran en paralelo las actividades que aquel psiquiatra emprende para matar el tiempo en su involuntario encierro en la Santa Sede (torneo internacional de vóley entre los prelados de los distintos países que eligen al máximo pontífice) y el deambular por Roma del Papa fugado (que da cuenta de su frustrada vocación actoral). Frente a la gestualidad de reminiscencias algo siniestras del actual Jefe de la Iglesia, la enorme y encantadora presencia de un Piccoli que expresa su convencimiento en cuanto a su falta de fortaleza para modificar de raíz lo construido sobre los cimientos que forjó San Pedro, complejiza lo que en otras manos podría haber sido un “film de denuncia”, al poner en el centro de la escena un personaje que provoca una ineludible corriente de ternura y empatía. Moretti nos deja imágenes e ideas inolvidables, en una línea menos subrayada que la de El Caimán (película injustamente atacada, a mi entender, sin embargo), mostrándose en plena forma y compartiendo su cosmovisión de consabido cascarrabias que tanto extrañábamos.