Mimetismo histórico y vacuidad
La fórmula a nivel del consumo cultural detrás de la nueva película de Quentin Tarantino, Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), es relativamente sencilla: a los espectadores que les parecieron muy decepcionantes A Prueba de Muerte (Death Proof, 2007), Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012) y Los Ocho más Odiados (The Hateful Eight, 2015), en esencia por considerarlas bodrios soporíferos símil teatro filmado y para colmo llenas de robos a películas específicas de antaño y mucho mejores, esta vuelta a una narración más urbana y menos cínica constituirá un simpático soplo de aire fresco hasta cierto punto; y a aquel otro sector del público que supo disfrutar de las cuatro obras citadas, especialmente espectadores más jóvenes que no vieron en su momento Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) y Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) en salas tradicionales y por ello no saben que el señor en el comienzo de su carrera prometía ser un cineasta independiente en la tradición de unos Sam Fuller y Don Siegel combinados con el Jean-Luc Godard de la década del 60, es muy probable que el nuevo film les parezca un mamarracho insoportable sin ningún horizonte narrativo discernible a lo largo de sus 161 minutos de duración total. Dejando de lado semejantes extremos y la facilidad con la que Tarantino se presta para ser acusado de farsante y de haberse vendido al mainstream más bobalicón y autoindulgente, la verdad es que este flamante opus es lo más parecido a una película humanista y adulta que haya ofrecido el realizador a la fecha, aquí tratando de imitar el cine coral, reposado y sutilmente socarrón de Robert Altman y construyendo una lejana versión masculina tanto de El Valle de las Muñecas (Valley of the Dolls, 1967) como de su secuela, Más Allá del Valle de las Muñecas (Beyond the Valley of the Dolls, 1970), sin por cierto llegar a rozar el realismo tragicómico y freak de la primera ni la esquizofrenia autoconsciente de la segunda.
En esta oportunidad la historia en sí brilla por su ausencia y ello se debe a que el relato apunta más a retratar a los personajes que a erigir un encadenamiento de sucesos desde un andamiaje estándar: gran parte del metraje, léase las dos primeras horas, se concentra en un par de jornadas de la Los Ángeles de 1969 y examina de cerca el devenir de un par de amigos, el actor Rick Dalton (gran desempeño de Leonardo DiCaprio) y su doble de riesgo, chófer y asistente personal Cliff Booth (Brad Pitt), y a la distancia el ir y venir de Sharon Tate (Margot Robbie), la legendaria actriz en ascenso y esposa de Roman Polanski (Rafał Zawierucha) que murió a manos del séquito de lunáticos encabezados por Charles Manson (Damon Herriman). Dalton se hizo famoso gracias a una serie televisiva bastante simplona enmarcada en el western tradicional llamada Bounty Law (la inspiración fue Wanted Dead or Alive de la CBS, transmitida entre 1958 y 1961) y le está costando horrores encarar la transición hacia el cine debido a que los paradigmas del Hollywood Clásico están en franco proceso de desaparecer (héroes de cartón pintado, tramas unidimensionales, prejuicios implícitos de toda índole, maniqueísmo patético, etc.), amén de su propio alcoholismo y su tendencia a fumar sin freno. Booth, por su parte, es un veterano de guerra que funciona de “terapeuta” circunstancial de su jefe y que suele toparse en las calles con una de las chicas de la Familia Manson, Pussycat (la perfecta Margaret Qualley), un conjunto de hippies que viven en una parodia involuntaria de comuna porque en realidad están controlados por el famoso psicópata, quien insta a las mujeres de su cónclave a acostarse con el avejentado y semi ciego dueño de un rancho que supo ser set de filmación de westerns en el pasado, George Spahn (Bruce Dern), con el objetivo de que los deje quedarse en el lugar sin pagar alquiler para ampliar el número de miembros y seguir craneando sus visiones apocalípticas sobre una guerra racial que no tardaría en explotar y que los entronizaría como iluminados.
Curiosamente Tarantino evita engolosinarse con el costado mansoniano del planteo y se enfoca mucho más en describir la rutina diaria ciclotímica de Dalton, metáfora con patas de la desaparición de los galanes reaccionarios, un señor que -finalizada Bounty Law- debe contentarse con participaciones esporádicas en shows ajenos de TV a la espera de que aparezca la chance de saltar hacia la gran pantalla; a lo que se suma un intento en vano de generar suspenso a través de un Booth ingresando en el peligroso rancho en cuestión para saludar a Spahn, todo con la excusa de que levantó con su auto a Pussycat en las calles de Los Ángeles y se ofreció a llevarla hasta donde vive. En lo que respecta a Polanski en sí, el director lo mira a la distancia con un enorme respeto y algo similar podría decirse de su tratamiento escénico para con Tate, a la que prácticamente no le da diálogos y la acompaña con su cámara a verse a sí misma en una proyección de The Wrecking Crew (1968), uno de sus últimos trabajos antes de ser asesinada el 9 de agosto de ese 1969. Si bien la estructura en mosaico de la obra la vincula en parte a Tiempos Violentos, el nivel cualitativo es muy inferior como ocurre con casi todo lo que Tarantino rodó a posteriori, en cierta medida traicionando su promesa de hacer buen cine de género y optando por copiar de manera burda películas de colegas, con la única excepción de Kill Bill (2003 y 2004), un divertido combo de artes marciales y odisea de venganza que de todas formas funcionaba como una remake no asumida de Lady Snowblood (Shurayukihime, 1973): en este sentido basta con recordar lo mucho -demasiado- que A Prueba de Muerte tomó de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965) y Vanishing Point (1971), Bastardos sin Gloria de Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), Django sin Cadenas de Mandingo (1975) y Los Ocho más Odiados de El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), entre un sinfín de otras realizaciones que se diluían en la fatiga/ aburrimiento que generaban por momentos cada uno de esos trabajos.
Sin duda un elemento muy a favor de Había una vez en Hollywood, por lo menos de esas dos primeras horas, es el inusitado naturalismo que consigue el cineasta tratando de imitar a Altman, algo muy raro en él porque aquí por un lado deja de lado el fetiche onanista con los intercambios verbales permanentes y los escenarios únicos para cada secuencia, y por el otro abraza un muy interesante desarrollo visual -cortesía de la hermosa fotografía de Robert Richardson y de la vuelta consciente a la apertura retórica/ escénica de los 90- y una idea un tanto difusa aunque tenaz alrededor de la “soledad de la fama”, hoy homologada a un oficio como cualquier otro que lleva a los ejecutantes/ intérpretes al tedio, la tristeza, la frustración, la inquietud y a una sutil autodestrucción. Dalton y Tate conforman el corazón de esos 120 minutos del comienzo, el primero porque es el personaje más humano que haya concebido Tarantino (por ello lo acompaña con cariño en su subibaja emocional cotidiano) y la segunda porque representa dentro del relato la primera alegría que trae Hollywood y/ o la celebridad (en suma constituye una especie de contracara de la angustia que siente el veterano actor en la piel de DiCaprio). Dentro de este marco de referencias Booth termina muy desdibujado y volcado hacia la clásica caricatura tarantinesca ya que no convence por sus arrebatos de ídolo exploitation trasnochado fuera de lugar, cual adonis sanguinario que pela belleza o fuerza cuando lo desea y sin restricciones, cayendo pronto en el ridículo en los minutos finales cuando se corta el sugestivo desarrollo previo y reaparece el sustrato lúdico de “nenito rico en una juguetería” de Bastardos sin Gloria, giro hueco que pretende reescribir la historia echando mano de los engranajes del trash pero sin convicción, de manera forzada y apelando a automatismos demacrados en lo que atañe a una violencia que ya nada tiene de aquella deliciosa algarabía de los años de Perros de la Calle y Tiempos Violentos, trasfondo actual aniñado y tontuelo de por medio que resulta de lo más gratuito.
A diferencia de otros cineastas formalmente similares, anteriores como los hermanos Joel y Ethan Coen y posteriores como S. Craig Zahler, a Tarantino le ha costado muchísimo recuperar/ rearticular la originalidad, vehemencia e incorrección política de sus comienzos en lo que ha sido su obra subsiguiente, empezando por la semi fallida Jackie Brown (1997) y terminando en la que nos ocupa, problema que trató de remediar sin cesar copiando de modo literal opus de otros directores más astutos y compactos en términos narrativos: esa es quizás la mayor paradoja detrás de Había una vez en Hollywood, el ser una de las películas más disruptivas de la madurez del realizador y a la vez no lograr abrirse paso -una vez más- hacia algo de aquella excelencia de otras épocas, consiguiendo apenas situarse un escalón por encima de los trabajos inmediatamente previos y descolocando de lleno a sus variopintos seguidores, pero no con una epopeya artística prodigiosa ni mucho menos, sólo con un convite potable hasta ahí. Esta superación de la andanada de films centrados en versiones de laboratorio y sin demasiada vida de géneros como las road movies, el enclave bélico y los spaghetti westerns tiene mucho que ver con el intento de bajar las revoluciones y describir la muerte del hippismo y la eclosión de la otra faceta de la contracultura de la segunda mitad del Siglo XX, el nihilismo de los 70, eje para entender ese cine exploitation que Tarantino dice amar aunque nunca pudo reproducir del todo de una forma similar a lo que les ocurrió a los representantes de la Nouvelle Vague, otros que decían adorar a los géneros clásicos y que luego se contentaron con filmar ejercicios masturbatorios autorales que parecían burlarse de -más que homenajear con nostalgia a- sus fuentes (por supuesto que hubo rarezas, como el gran Claude Chabrol, el cual sí entendió la producción policial de señores como Jean-Pierre Melville, Henri-Georges Clouzot y tantos otros tomados de base para faenas que en general se anulaban a sí mismas desde una pedantería algo cíclica).
La ausencia de verdadero discurso propio del estadounidense le vuelve a jugar en contra porque en buena medida sus películas no dicen nada de nada más allá de manifestar un amor por determinado tipo de cine ya extinto, otra contradicción de por medio porque así como Tarantino es uno de los pocos autores todavía trabajando en el Hollywood basura contemporáneo de la era de las franquicias ad infinitum, realmente resulta una pena que el cineasta no haya podido sustraerse de la maquinaría mainstream para encarar propuestas más honestas y mucho menos en “pose cool” permanente como las que entregó luego de Kill Bill; trabajos que asimismo atraen a esa colección de imbéciles y lambiscones acríticos que no saben un comino de la historia del séptimo arte y todo lo que ven en pantalla les resulta novedoso a pura ignorancia e ingenuidad, un público de cinéfilos “más o menos” que jamás vieron una clase B en serio, celebran la versión más vetusta y derechosa del cine de Hollywood y risiblemente se espantan/ fascinan por las truculencias pueriles -y para colmo a cuentagotas- de Tarantino. Más allá del cliché facilista del último acto, cuando a Dalton le surge la posibilidad de filmar en Italia con Sergio Corbucci y otros genios durante seis meses para a posteriori volver a Los Ángeles, vinculado a reemplazar al Adolf Hitler de Bastardos sin Gloria por los seguidores de Charles Manson en ocasión de la carnicería final, lo cierto es que Había una vez en Hollywood no es ni muy graciosa ni muy dramática ni menos atrapante, ubicándose en una región intermedia entre lo atractivo y la monotonía que nos deja con algunas secuencias interesantes y no aprovechadas del todo, como la pelea improvisada entre Booth y Bruce Lee (Mike Moh) y la charla entre Dalton y la niña actriz Trudi Fraser (Julia Butters), y con una ucronía en la que los crímenes de Manson y sus cofrades no ocurrieron, permitiendo que el yanqui sueñe con la prolongación de la primera contracultura y una industria del espectáculo idílica, mentirosa y menos voraz que no se comió a Tate y demás víctimas en 1969 de manera indirecta vía ese Manson furioso con Terry Melcher, quien le negó un contracto discográfico y desencadenó la furia del psicópata contra todos los adalides del mainstream del período y específicamente contra los que vivían en la lujosa casona de Cielo Drive al 10050, otrora hogar de Melcher (vale aclarar que prácticamente no hay datos contextuales en el film, todo depende del conocimiento sociocultural del espectador). El cuidado maniático por el mimetismo histórico sólo es equiparable a la vacuidad a nivel del contenido, detalle maquillado mediante las buenas intenciones del director, un elenco repleto de estrellas y sinceramente poco y nada que decir -más allá de lo obvio ya transitado en faenas parecidas y también mediocres como la reciente Charlie Says (2018)- acerca de la decadencia baladí hollywoodense, la Familia Manson y el punto final del Flower Power. Típico producto de los tiempos que corren, el paparulo de Tarantino, quien no logra invocar la furia de izquierda de sus amados Sergio Leone y Sam Peckinpah y a pura pusilanimidad hizo todo lo posible para despegarse antes de comenzar la producción de su amigo y productor de toda la vida Harvey Weinstein por las múltiples denuncias de acoso y violaciones a actrices y secretarias a lo largo de tres décadas, hoy nos regala una superficie lustrosa y marketinera -los apellidos de famosos se acumulan por todos lados- que pretende desviar la atención con respecto a las trivialidades del caso y un talento ya casi licuado por completo, del que sólo sobrevive la intención de hacer algo nuevo de la mano de un naturalismo paradójico que a la larga refuerza el hecho de que Quentin no es Robert Altman ni Robbie posee el encanto de la querida Sharon Tate.