Programas dobles
Los antiguos programas dobles en cine (esos que incluían llevarse una tonelada de comida y un termo o un Tupper al cine y disfrutar de los almentos en silencio sin mancillar la función del resto) tenían ese no-sé-qué de lo imprevisible, de lo arbitrario, de lo azaroso o de lo deliberado, para qué negarlo.
Buena parte de de esa dinámica solía sustentarse en la acumulación de varias películas de un mismo género con sus correspondientes variantes o subgéneros: un combo multigenérico para toda la familia; o meramente la acumulación de latas y programas carentes de unidad temática, en donde Superman y Drácula podían compartir cartel con la Coca Sarli y el Peter Bogdanovich de Míralos Morir.
Sin embargo, creo que no existe mejor programa doble que aquel que parece traer elementos disímiles y que, de repente, revela conexiones sorpresivas, inesperadas, que nos hacen regocijar y tener ganas de volver al cine: porque como ciertas golosinas, por más que el gusto y los ingredientes sean los mismos, siempre sabe distinto en la boca, depende de la ocasión.
En definitiva, para quienes conocimos el final, la caída estruendosa y la desaparición de esos programas (que sólo sobreviven en un cine como el ecléctico Electric), la sola idea de armar esa clase de combos extintos podía resultar más atractiva que para aquel cinéfilo de bajada de computadora, o aquel cinéfilo de DVD. No porque no pueda disfrutar de la acumulación de varias películas a la vez, sino porque ha perdido la experiencia de la asistencia al cine como aventura, como encuentro con lo inesperado, como yuxtaposición de posibilidades que se hablen, discutan, se potencien y se problematicen a la vez.
Desde este humilde lugar, me permito la sugerencia a usted, lector/a para que intente un doble programa con dos películas en cartel: por un lado esa obra maestra absoluta y extraordinaria que es la oscura, melancólica y luminosa a la vez Toy Story 3; por otro, desde una posición diametralmente opuesta -no desde su temática sino desde su perspectiva, desde su universo, su imaginario-, la postergada Hansel & Gretel, de Pil-Sung Yim.
Entre la película coreana y la película estadounidense se despliegan diversos hilos conductores, esencialmente, el de el mundo infantil, el de la representación y el juego, el de la perturbación de los relatos de familias perfectas. Sin embargo, ahí donde el film de Pixar logra otorgar sombra hasta al día más soleado (no olvidemos que el lugar en donde los personajes son encerrados se llama Sunnyside), donde revela los costados más oscuros del mundo de los juegos y juguetes (para un programa triple, ver en DVD el film de Spike Jonze Donde viven los monstruos), donde se lanza al espectador al vacío de la soledad y la muerte, el film coreano hace agua por todo costado, justamente porque destierra toda la ambigüedad de un mundo infantil para revertirlo a una explicación/interpretación adulta.
Si algo tiene de perturbador, precisamente, el mundo paralelo de los cuentos infantiles y sus juegos no es necesariamente la revelación, la cifra metafórica de un desalmado mundo real. Es justamente la independencia de la metáfora aquella que logra que el carácter autónomo del mito sobreviva. Y los mundos infantiles no son sino mitos notables, asentados en la cultura que no precisan explicación, sino, como demandara Susan Sontag en el final del extraordinario ensayo Contra la interpretación, “…menos una hermenéutica y más una erótica del arte”. Ahí. Justamente, donde la revisión e inversión de la historia de Hansel y Gretel tenía un millón de aristas a desarrollar -ver sino qué es lo que lee un director como David Lynch cuando trabaja con estos mundos, por ejemplo- la película achata, interpreta, da orden, sentido y progreso a las acciones y actitudes, es decir, asesina el mito y su carácter convocante a cambio de entregar efectismos y temblequeos varios.
Es así que el film de Pil-Sung Yim cuenta con una primera media hora entre aterradora y angustiante que logra su cometido justamente por escatimar datos, por apelar a la estrategia elusiva y por multiplicar posibilidades irresueltas. De ese modo, cada uno de los elementos de esa casa de fantasía se vuelve un potencial peligro, convirtiendo a la puesta en escena en un excepcional tratado de paranoia. Sin embargo, tras una revelación que incluye poderes, todo el asunto comienza a oler rancio, convirtiendo a los elementos que antes nos asustaban en objetos, formas y artilugios previsibles (ver sino el espantoso dibujito animado que se sucede una y otra vez en una TV desenchufada).
Lamentablemente, la falta de persistencia, la carencia de ideas llevan a un desbarrancadero: la inclusión de un pedófilo y su mujer, sumada a la posterior explicación de las motivaciones de todos y cada uno de los personajes y un final moralista que incluye padres golpeadores y abusivos redundan en la perfecta contratara de una película que decide poner los pies en el fango y hundirse hasta las más hondas (y bergmanianas) aguas de la angustia del abandono. Si, estimado lector: después de ver Hansel & Gretel, complete el programa doble, si es que su bolsillo se lo permite, y corra a ver (o rever) Toy Story 3 con sus amores irrefrenables, adictivos, destructivos, sirkeanos: la verdadera perturbación del mundo infantil está ahí, y no en esta casa de los sustos fáciles.