No te vayas en silencio
Durante buena parte de la historia de la humanidad el gran fetiche a la hora de los castigos y el masoquismo en la coyuntura que sea -religión, familia, sociedad, Estado, delirio, etc.- fue el cuerpo porque es la faceta visible y lo que genera el dolor más literal, no obstante a partir del Siglo XIX y sobre todo el Siglo XX el eje pasó al intelecto ya que la imposición progresiva de aquel marco civilizatorio hipócrita compulsivo significó que las brutalidades de la Edad Media ahora debían concentrarse en las cabecitas de los sujetos, el nuevo terreno a conquistar con diversas técnicas de lavado de cerebros a escala masiva como la prensa, la publicidad, las arengas políticas, el ocio egoísta, la vida metropolitana/ burguesa o la nueva y rauda cultura empresarial de la uniformización, heredada de la Revolución Industrial. La anatomía, desde ya, jamás desapareció como motivo de polémicas o campo de batalla y fue trabajada especialmente por el cine y por su género más libre, el terror, quien en contadas ocasiones optó por centrarse en el canibalismo ya que es un tabú extendido en Occidente y una “opción negociada” conceptual entre los dos extremos, el de la visceralidad de la carne mancillada e ingerida y las implicancias a nivel espiritual en materia del robo del alma de la víctima, planteo que es otra forma de decir que en parte se respeta la obsesión psicologista de control de la modernidad y la posmodernidad. El tópico que nos ocupa fue apareciendo de manera tímida y en carácter de excepción en films como Qué Sabroso era mi Francés (Como era Gostoso o meu Francês, 1971), del pionero absoluto Nelson Pereira dos Santos, Cuando el Destino nos Alcance (Soylent Green, 1973), de Richard Fleischer, Frightmare (1974), de Pete Walker, La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, Supervivientes de los Andes (1976), de René Cardona, Rabia (Rabid, 1977), de David Cronenberg, y Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes Craven, amén del cine mondo de caníbales de los 70 y 80 de gente como Umberto Lenzi, Ruggero Deodato y Jesús Franco. Relegado a la Clase B y teniendo como epílogos de esta primera fase a las diametralmente opuestas Antropófago (Antropophagus, 1980), trasheada gore de Joe D’Amato, y Comiéndose a Raúl (Eating Raoul, 1982), la mítica comedia negra de Paul Bartel, el canibalismo recién comenzó a ser “legitimado” a ojos del mainstream de la mano de El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante (The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, 1989), la joya de Peter Greenaway, Padres (Parents, 1989), de Bob Balaban, Delicatessen (1991), de Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet, El Silencio de los Inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, y en especial ¡Viven! (Alive, 1993), de Frank Marshall, inspirada en el célebre episodio conocido como la Tragedia de los Andes de 1972, un ejemplo de canibalismo orientado a la supervivencia -a instancias del equipo uruguayo de rugby Old Christians Club- semejante a la Expedición Donner de 1846 y 1847.
Luego de unos años de flamante oscuridad el asunto vuelve a resurgir en ocasión de Voraz (Ravenous, 1999), de Antonia Bird, Todos los Días Problemas (Trouble Every Day, 2001), de Claire Denis, Hannibal (2001), de Ridley Scott, En mi Piel (Dans ma Peau, 2002), de Marina de Van, y Dumplings (Gau ji, 2004), de Fruit Chan, obras en las que ya se percibe una heterogeneidad cada vez más importante que terminará de estallar de la mano de El Caníbal de Rotemburgo (Rohtenburg, 2006), de Martin Weisz, La Expedición Donner (The Donner Party, 2009), de Terrence Martin, Somos lo que hay (2010), de Jorge Michel Grau, y su remake anglosajona, Somos lo que Somos (We Are What We Are, 2013), dirigida por Jim Mickle, preámbulo asimismo para un nuevo “boom caníbal” que a veces se vuelca a lo abstracto para abarcar los muchos trastornos alimenticios, el fetichismo con la comedia y/ o las metáforas alrededor de la carne y su industria asociada, un rubro que incluye propuestas muy variopintas como El Infierno Verde (The Green Inferno, 2013), de Eli Roth, Caníbal (2013), de Manuel Martín Cuenca, Bone Tomahawk (2015), film de S. Craig Zahler, Crudo (Grave, 2016), de Julia Ducournau, La Granja (The Farm, 2018), de Hans Stjernswärd, Tragar (Swallow, 2019), de Carlo Mirabella-Davis, La Cena (The Dinner Party, 2020), de Miles Doleac, Barbacoa (Barbaque, 2021), de Fabrice Eboué, Un Banquete (A Banquet, 2021), de Ruth Paxton, y El Festín (Gwledd, 2021), de Lee Haven Jones, entre otras. Sólo en el año que nos ocupa ya van cuatro películas de alto perfil que trataron alguna arista del tema o echan más leña al fuego del terror vintage que hace de la boca, el sistema digestivo, los manjares o el body horror cronenbergiano sus horizontes, hablamos de Fresco (Fresh, 2022), de Mimi Cave, Cerdita (2022), de Carlota Pereda, El Prodigio (The Wonder, 2022), de Sebastián Lelio, y El Menú (The Menu, 2022), de Mark Mylod, sin embargo ninguna le llega a los talones en materia de calidad y amplitud doctrinaria iconoclasta al regreso al ruedo de Luca Guadagnino, Hasta los Huesos (Bones and All, 2022), una experiencia en verdad inigualable y de una intensidad arrolladora como el cine actual -casi siempre soso y repetitivo- hace mucho tiempo no ofrecía. El director italiano, que comenzó su carrera con el pie izquierdo mediante las flojas Los Protagonistas (The Protagonists, 1999) y Melissa P. (2005), fue creciendo a nivel artístico de una manera inusitada gracias a tres melodramas que se movían entre el humanismo un tanto cerebral y ese preciosismo sutil al servicio del relato adulto, la bautizada Trilogía del Deseo de Yo Soy el Amor (Io Sono l’Amore, 2009), Cegados por el Sol (A Bigger Splash, 2015) y Llámame por tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017), la segunda una remake de La Piscina (La Piscine, 1969), clásico de Jacques Deray, que anticipaba lo hecho en ocasión de la ambiciosa Suspiria (2018), reinterpretación genial y enigmática de la querida obra del mismo título de 1977 del paisano Dario Argento.
Basado en la novela homónima del 2015 de la norteamericana Camille DeAngelis, el guión de David Kajganich, colaborador asiduo de Guadagnino como lo demuestran Cegados por el Sol y Suspiria y responsable además de las tramas de las flojas y conflictivas Invasores (The Invasion, 2007), de Oliver Hirschbiegel, y Bahía de Sangre (Blood Creek, 2009), de Joel Schumacher, y las muy superiores Historia Verdadera (True Story, 2015), de Rupert Goold, y El Terror (The Terror, 2018), una serie para AMC que comandó con motivo de su excelente primera temporada, se centra en una década del 80 en la que una muchacha con impulsos caníbales irrefrenables símil afección hereditaria, Maren Yearly (Taylor Russell, actriz revelación que ya había brillado en opus de Trey Edward Shults y Thor Freudenthal), vive huyendo de pueblo en pueblo hasta que su progenitor, Frank (André Holland), colapsa y opta por abandonarla poco después del cumpleaños número 18 de la chica, dejándole dinero, su certificado de nacimiento para que sepa quién es su madre, Janelle Kerns (Chloë Sevigny), y un cassette en el que narra sus diversos ataques por apetito, empezando por la arremetida contra una niñera a los tres años de edad. En su periplo a lo ancho de Estados Unidos en pos de Janelle, Maren se encuentra una noche con un sujeto muy bizarro llamado Sully (Mark Rylance), quien se define como un “devorador” y afirma haberla identificado por el olor ya que aquí la antropofagia se parece a la licantropía aunque sin metamorfosis y con las destrezas olfativas de los animales carnívoros, esos que dividen al mundo entre sus pares y todo aquello con vida que se come. El veterano la invita a degustar a una anciana y pretende adoptar a la púber como una especie de aprendiz, no obstante Yearly lo rechaza y robando un minimercado conoce a otro devorador, Lee (Timothée Chalamet, aquí además oficiando de productor luego de hacerse famoso en todo el globo gracias a Llámame por tu Nombre), veinteañero que suele asesinar a desconocidos en la carretera para robar dinero, vehículos y lo que sea que le llame la atención en el hogar de las víctimas. Pronto el amor surge entre los jóvenes y Lee decide acompañarla hasta la supuesta casa de la madre, viaje que incluye una visita a la hermana menor del muchacho, Kayla (Anna Cobb), el homicidio de un gay y padre de familia que trabajaba en un puesto de feria, Lance (Jake Horowitz), el cual por cierto dispara problemas de conciencia en Maren, y el encuentro con un devorador tenebroso y cínico, Jake (Michael Stuhlbarg), y su acólito/ groupie, Brad (David Gordon Green), el primero enfatizando que comerse a la víctima eventual “hasta los huesos” supera por mucho en efusividad al hecho de sólo engullir carne. Siguiendo la pista del certificado de nacimiento el dúo halla a la abuela de Yearly, Bárbara (Jessica Harper), quien revela que Janelle fue adoptada y ahora está recluida por motu proprio en un manicomio, donde Maren descubre que se fagocitó sus manos y pretende matarla para ahorrarle el frenesí del hambre.
Guadagnino en Hasta los Huesos inventa la road movie romántica caníbal de terror por un lado cortando bastante con la tradición previa -aunque sin desconocerla del todo, al igual que el sustrato de los muertes vivientes antropófagos y conscientes del cine posmoderno- y por el otro lado combinando recursos del indie y esa contracultura de ayer y hoy, desde la marginalidad adolescente de Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), obra maestra de Tomas Alfredson, y Ginger Snaps (2000), de John Fawcett, las truculencias de Todos los Días Problemas y el carácter lánguido del primer Gus Van Sant de Mala Noche (1986), Drugstore Cowboy (1989) y Mi Mundo Privado (My Own Private Idaho, 1991) hasta la influencia existencialista de aquella Trilogía de las Road Movies de Wim Wenders, Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso Movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y En el Curso del Tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), los trabajos ya posteriores del realizador alemán en el rubro, París, Texas (1984) y Hasta el Fin del Mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), e incluso clásicos rotundos del “amor en fuga” de la talla de Bonnie & Clyde (1967), de Arthur Penn, Los Asesinos de la Luna de Miel (The Honeymoon Killers, 1970), de Leonard Kastle, y Malas Tierras (Badlands, 1973), opus de Terrence Malick. Así como en Llámame por tu Nombre, sin duda alguna la mejor película gay del nuevo milenio, había optado por eliminar los desnudos y el narrador en off del guión de James Ivory, el director aquí vuelve a evitar un enfoque erótico bertolucciano tradicional para ganarse al público mainstream actual -un tanto mucho pudoroso- y apenas si limita a la primera mitad del metraje la voz del padre de la protagonista, grabación que de todos modos no cae para nada en la obsesión contemporánea con la sobreexplicación vía soliloquios, optando en cambio por apoyarse en un excelente desempeño de Arseni Khachaturan en fotografía (el bielorruso evita engolosinarse con la fotografía digital y mantiene un realismo setentoso y poético cruel muy bien logrado), Marco Costa en edición (los cortes son siempre perfectos porque a pesar de los 131 minutos el ritmo nunca aminora su marcha) y de los maravillosos Trent Reznor y Atticus Ross en música (la dupla se lanza de cabeza al terreno del country, el folk y el blues a lo americana de Ry Cooder, más canciones adicionales como Lick It Up, de Kiss, Your Silent Face, de New Order, y la legendaria Atmosphere, de Joy Division). Con un elenco magnífico en el que brillan Stuhlbarg, Rylance, Russell y Chalamet, Hasta los Huesos es una propuesta hipnótica y sumamente valiente en términos del mainstream planetario que puede leerse como una alegoría acerca de las sectas, el asesinato en serie, las familias perversas, la enajenación, el vampirismo, los hombres lobos, la homosexualidad, la voluntad saboteada y la marginación/ explotación en una comunidad enferma y paradójica, cuya triste “paz” es sinónimo de expulsar y callar a los diferentes so pena de darles caza…