Un otoño cerrado
Hojas verdes de otoño (2018) es la manera en la que una anciana se refiere a Dante, el personaje principal de la obra: solo hay uno y nadie es idéntico a él. Es convincente la metonimia, si se tiene en cuenta que los triviales planteamientos publicitarios de la nostalgia y los pueblos anclados en el tiempo están renegados por el comportamiento del protagonista, que parece estar en otra película.
Su historia es la de un chico de clase media baja que trata de sobrevivir como puede a las inclemencias de la crisis económica y familiar. Dante es hijo de un zapatero borracho y de una madre que trabaja en un vivero con poca fortuna. Sus abuelos no son menos aciagos: viudos los dos, tratan de sobrellevar la soledad como pueden. Por último, lo acompaña un hermano mayor que evita la realidad de su entorno. En definitiva, es un lugar derruido que forma la identidad de sus habitantes. A su vez estas personas confieren identidad al lugar.
Pero Dante se nos muestra impertérrito ante este cúmulo de situaciones adversas. Su incapacidad para reaccionar ante el mundo que lo rodea (ya sea declararse a su amor infantil o mostrar tristeza por la muerte de su padre) es consecuencia directa de la reticencia del espíritu hacia el eterno circulo otoñal de añoranza de su pueblo. Pero si hay que encontrar una causa aún más decisiva, tenemos que ser menos benevolentes: la actuación es desgarbada y desentona con el registro de la película. La inexpresividad persiste hasta en las circunstancias de mayor énfasis dramático.
Sin embargo, esta inutilidad para manejar el verosímil del chico no discurre demasiado del todo de la película, si se tiene en cuenta la ridícula enunciación de los hechos. Julio Midú y Fabio Junco operan con prolijidad formal para abordar un punto de vista etéreo que acompaña y expande la mirada de Dante. Todo lo que está percibido con quietud apesadumbrada en el encuadre, se anula inmediatamente con los momentos efectistas sacados del peor Campanella. La hostilidad con que la que pretenden trabajar queda aplastada por el espectáculo cursi que ni llega a una fantasía animada, y su alcance termina siendo próximo a cualquier producción televisa de Disney.
Lo que pudo haber sido una respuesta irónica a los estereotipos de este género en el cine argentino, se queda en un lugar común que oscila sus funciones estéticas en pos del control lacrimógeno del espectador. El dialogo que da título a la película ejerce el abaratado engranaje de la misma: una obra banal dentro de un otoño cerrado. O mejor dicho: dentro de un cine argentino cada vez menos abierto.