Allen y el crimen perfecto
Que un catedrático de la fama y el prestigio de Abe Lucas, de quien mucho se habla antes de que se produzca su esperado arribo a Braylin, juzgue que gran parte de la filosofía, la asignatura en la que se lo considera una autoridad, es "masturbación verbal", ya anticipa su pesimista y escéptica visión del mundo. Sus admiradores, profesores y alumnos de esa (ficticia) universidad de Rhode Island, le encuentran justificativo. Los rumores dicen que el hombre (Joaquin Phoenix) ha sufrido duros golpes recientes: su esposa lo abandonó por su mejor amigo; en Irak presenció la muerte de otro al pisar terreno minado; su espíritu solidario que antes lo llevaba cerca de las víctimas de catástrofes se ha diluido al parecer en un nihilismo que ahora le permite jugar a la ruleta rusa en medio de una fiesta juvenil. Es cierto que abusa del alcohol, atraviesa una crisis existencial y un bloqueo creativo que le impide terminar su nuevo libro sobre Heidegger y el fascismo. Es, digamos, otro álter ego, en más de un sentido, del propio Woody, incluidas ciertas formas de exhibicionismo.
Semejante personalidad -a la que suma una sabiduría que derrama a su paso entre citas y menciones de Kant, Dostoievski, Kierkegaard, Husserl, Gauguin, Simone de Beauvoir y la poeta Edna Saint Vincent Millay, entre muchos otros- no puede sino generar un atractivo romántico entre las mujeres. Aquí son dos las que lo rodean: Jill (Emma Stone), la alumna más brillante del curso (rendida en principio ante su brillo intelectual), y Rita (Parker Posey), una esposa infeliz madura y voluptuosa que vanamente espera rescatarlo de su depresión con un poco de sexo.
Hasta aquí todo parecería dirigirse a una de esas comedias de enredos amorosos típicas de Woody, aunque en este caso el humor es más oscuro que risueño y el ánimo del protagonista, en quien nada en la vida es capaz de despertar energía o excitación y además padece una (¿temporaria?) impotencia, envuelve toda la situación y también opaca el ritmo del relato, quizá porque el gran humorista confía en que sus diálogos (que a veces parecen una sucesión de aforismos) le conferirán una buscada profundidad.
Durante una comida con la joven Jill, con quien la amistad ha crecido a pesar de las prevenciones del profesor y del desagrado del tolerante novio de la chica (Jamie Blackley), una conversación oída por casualidad cambia el rumbo del cuento y el ánimo de su protagonista, y en cierta medida le inyecta algún interés extra a la historia que había venido evidenciando su deshilvanada construcción. El tema ahora es el crimen perfecto, que Allen ya trató con menos fatiga y mayor precisión en Crímenes y pecados y Match Point. Y no faltará tampoco otro de sus asuntos predilectos, la intervención del azar. Además, por supuesto, de las predecibles reflexiones y los dilemas morales que la posibilidad del crimen suscita.
El giro repentino puede resultar más o menos eficaz a los efectos narrativos, como se ha dicho, pero se ve bastante forzado en cuanto a la coherencia en la conducta de los personajes. Sin que esto pueda adjudicarse al trabajo de los actores principales, especialmente Phoenix y Stone, que logran suministrarles a los suyos cierta humanidad.
Las flaquezas, en casi todos los casos, son atribuibles a un guión generoso en clichés y que repetidamente debe recurrir a las voces en off, por lo general para anticipar lo que los personajes materializarán en la escena siguiente.
Por supuesto, Hombre irracional no carece de méritos -entre ellos están también la estupenda fotografía de Darius Khondji y la impecable ambientación de Santo Loquasto-, pero sin llegar a aplicarle el sambenito de refrito, como ha hecho alguna implacable crítica norteamericana, este film, sobre todo al llegar a las proximidades del desenlace, se vuelve previsible y deja la sensación de que Woody está, apenas, copiándose a sí mismo.