Después de El robo del siglo, Ariel Winograd regresa a las salas argentinas tras un largo retraso a causa de la pandemia con esta película que inicialmente iba a ser estrenada en el 2020. En ella, Leonardo Sbaraglia interpreta a David Samarás, un productor de un programa de televisión llamado Hoy se arregla el mundo, en el que simulan situaciones con personajes extravagantes que consiguen superar los problemas entre ellos.
David es un hombre que vive mirando su ombligo, encerrado en una vida de aparente éxito, a quien pronto el mundo se le empieza a trastabillar. Por un lado, el programa se encuentra en decadencia y su puesto ya pende de un hilo. Por el otro, tiene un hijo al que ve poco y con el que apenas se entiende. Un día lo va a buscar al colegio y se da cuenta de que no sabe, o no escuchó, que hace unos años se había cambiado. Ese hecho y una conversación con la madre, interpretada por Natalia Oreiro, que le pregunta si lo quiere, si realmente quiere a ese hijo, anticipan lo que vendrá. En esa misma conversación algo que ella dice le hace pensar a él que quizás no es el verdadero padre, pero no llega a obtener respuestas de ella, que sale disparada y es atropellada por un auto que le quita la vida.
Con ese hecho trágico y novelezco se da comienzo a una especie de viaje que realizan David junto a Benito en busca de su verdadero padre tras comprobar con un estudio de ADN que efectivamente no comparten genética. Acá es cuando mejor se despliega el estilo Winograd: una comedia ligera que se va sucediendo entre los posibles candidatos, algunos bastante absurdos. Esto también le permite presentar toda una galería de actores de renombre a los que sólo se les dedica unos pocos minutos de pantalla que les sirve para lucirse.
Mientras su mundo laboral se desmorona, sin darse cuenta por primera vez se permite conocer y conectarse con ese nene que de un día para el otro se queda sin madre y sin padre. La química entre Sbaraglia y el joven Benjamín Otero es suficiente para que el relato funcione y cause risas y también una emoción genuina. La relación entre ellos de pronto se va consolidando al mismo tiempo que nunca deja de estar presente la posibilidad de encontrar a su verdadero padre. ¿Pero qué hace a un padre? ¿Acaso un lazo sanguíneo puede reemplazar un lazo emocional?
En el medio de una historia bastante simple y predecible hay otro tipo de enredo porque al dúo se le suma el personaje de una amiga de la madre y coach del niño. Charo López se pone en la piel de esta mujer que quiere ayudar al niño y es la única cómplice de esta travesía que los dos realizan en secreto.
Como suele suceder, Winograd se aleja del costumbrismo y apela a un estilo de cine más parecido al norteamericano comercial, o más universal si se quiere, y se nota no sólo en el tipo de comedia aparentemente pasatista (que lo es en parte pero no se queda en ese registro nada más) sino también en la puesta en escena. La Buenos Aires que presenta el film no se parece mucho a la que conocemos la mayoría, quizás sólo una parte menor y más privilegiada, a veces es difícil distinguirla incluso. La sencillez de la historia contrasta con ese submundo presentado.
Hoy se arregla el mundo comienza de la manera más trillada pero mejora a medida que una va siguiendo a sus protagonistas, conociéndolos y siendo testigos de las transformaciones que sufren. Aunque la película esté cargada de rostros conocidos, ninguno logra opacar lo que se genera entre los dos protagonistas. Y además, algunos personajes como por ejemplo el de Soledad Silveyra, terminan relegados a una sola función y sin nada que les permita desarrollarse un poco.
Con su resolución, Winograd apela a un poco más de sutileza y deja que unos gestos digan mucho más que lo que pueden expresar las palabras. Eso sucede también gracias a las dos sólidas interpretaciones que sitúan a Otero como toda una revelación y a Sbaraglia como uno de los actores más talentosos de nuestro país. En resumen, una película simpática, entretenida y con corazón.