La gentrificación soporífera
A pesar de que Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, 2019) a simple vista se diferencia de otros exponentes recientes del enclave hollywoodense del neo film noir como por ejemplo las también fallidas Under the Silver Lake (2018) de David Robert Mitchell y Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) de Paul Thomas Anderson, dos trabajos centrados en pretensiones cómicas que se licuaban o directamente quedaban en la nada, lo cierto es que la película que nos ocupa -protagonizada, producida, escrita y dirigida por Edward Norton, pasados 19 años desde su ópera prima, la apenas amable Divinas Tentaciones (Keeping the Faith, 2000)- arrastra dos de los problemas que caracterizaron a aquellas obras, por un lado una duración excesiva que destruye el mínimo interés que la historia despierta de por sí y por otro lado cierta devoción ingenua por los grandes estereotipos del género, una jugada que cae en el facilismo de igualar ortodoxia con calidad de una forma similar a cómo el metraje inflado pretende homologar tamaño con gran espectáculo/ semblanza/ lo que sea.
Sin siquiera llegar al nivel de opus delirantes aunque más o menos dignos y disfrutables como Abuso de Poder (Mulholland Falls, 1996) de Lee Tamahori, La Dalia Negra (The Black Dahlia, 2006) de Brian De Palma y Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013) de Ruben Fleischer, el film comienza muy bien y luego derrapa hacia repeticiones, escenas soporíferas, latiguillos retóricos hiper quemados y una idea de fondo de construir una remake conceptual maquillada -y no asumida- de Barrio Chino (Chinatown, 1974), obra maestra de Roman Polanski y el molde de casi todos los erráticos intentos posteriores de infundir nueva vida a los policiales negros de metrópolis decadentes y/ o corruptas. El detonante es el asesinato en la Nueva York de la década del 50 del siglo pasado de Frank Minna (Bruce Willis), la cabeza de una agencia de detectives donde trabaja Lionel Essrog (el propio Norton), un hombre con memoria fotográfica que además padece el Síndrome de Tourette, siempre con un considerable surtido de tics físicos y verbales que no puede evitar.
Así como el trabajo de Polanski examinaba de manera brillante la putrefacción detrás de la versión moderna de Los Ángeles vía los negociados inmobiliarios que facilitaba la distribución del suministro de agua, en esta oportunidad el meollo del asunto pasa por la gentrificación en la Nueva York del período, léase la compra, destrucción y remodelación extensiva de vecindarios pobres y de minorías para elevar el precio de las viviendas y especular a gran escala con la diagramación de la ciudad en su conjunto, lo que asimismo implica la expulsión de los colectivos menesterosos que allí habitan en pos de dejar espacio para la mudanza de unas clases media y alta que pasan a copar barrios enteros en muy poco tiempo. Por supuesto que la denuncia de base está perfecta y es muy vigente pero lo que molesta son las decisiones de un Norton que da mil vueltas para presentar una situación relativamente simple que no ameritaba tantos clichés ni mucho menos semejante tendal de “coincidencias” a las que echa mano en pasajes cruciales del periplo, ahora con la excusa de que está adaptando la novela homónima de 1999 de Jonathan Lethem aunque en realidad hace lo que quiere en todo sentido (por ejemplo, mientras que el libro transcurre en aquel presente de 1999 la película en cambio se muda a la época por antonomasia del film noir… y mejor ni hablar del hecho de que ninguno de los múltiples secundarios -ni femeninos ni masculinos- verdaderamente se asustan o se burlan del estrambótico Síndrome de Tourette del protagonista, un planteo muy difícil de tragar tratándose del supuesto entorno urbano intolerante y bien feroz de mediados del Siglo XX y no de nuestros días, donde reacciones respetuosas serían mucho más comprensibles entre los bípedos de aquí, allá y todas partes).
La investigación de Essrog con vistas a identificar a los homicidas de su jefe y mentor incluye un interés romántico, Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw), una reglamentaria figura de autoridad que desparrama “pistas” en torno al misterio, Paul (Willem Dafoe), un amigo insólito que ayuda en momentos decisivos, ese trompetista sin nombre (Michael Kenneth Williams), y hasta un villano maquiavélico al que sólo le importa el dinero y el poder, Moses Randolph (Alec Baldwin), némesis inspirado en Robert Moses, un funcionario público mafioso de los 50 que reconfiguró muchos de los vecindarios neoyorquinos de su tiempo al privilegiar la construcción de autopistas por sobre la red de transporte popular metropolitano. Más allá de la obsesión del Norton guionista y director con dejar en claro su amor por Barrio Chino, no sólo introduciendo en la trama al personaje de Randolph -el cual no estaba en la novela- sino haciéndolo un violador en sintonía con el recordado Noah Cross de John Huston del convite de Polanski, llama la atención el poco criterio para agilizar el relato y atizar el interés del espectador, en especial teniendo presente que ya nadie puede sorprenderse exclusivamente por el despliegue de una banda sonora de jazz y un enigma de resolución cantada desde mediados de la historia en adelante. El desempeño del elenco es excelente y se agradece el meticuloso diseño de producción, no obstante las diferentes inconsistencias señaladas, el poco vuelo dramático general y la ausencia casi total de situaciones de verdadero peligro conspiran contra un film que se ahoga en buenas intenciones sin llegar al desastre insalvable, arruinando lo que podría haber sido el gran regreso actoral de un Norton que cumplía una década de no salir de papeles secundarios…