Una maquinaria compleja
Con el transcurso de los años el británico Sam Mendes demostró ser un director bastante decepcionante porque después de empezar su carrera con propuestas interesantes como Belleza Americana (American Beauty, 1999), su retrato sarcástico de los escombros del mito de la prosperidad yanqui, Camino a la Perdición (Road to Perdition, 2002), relectura bastante meditabunda del film noir y el cine de mafiosos, y Sólo un Sueño (Revolutionary Road, 2008), su dramón sobrecargado de pareja de impronta retro, el señor comenzó a derrapar con películas de marco preciosista o formal impecable aunque sin la capacidad de soportar demasiado análisis más allá de una inmediatez consumista y banal muy específica del género o nicho en cuestión, pensemos por ejemplo en obras anodinas que precisamente no resisten una segunda visión o quizás no llegaron a ser ni buenas ni malas del todo como Soldado Anónimo (Jarhead, 2005), su deslucida interpretación de la apatía de las milicias primermundistas posmodernas, El Mejor Lugar del Mundo (Away We Go, 2009), suerte de cruza tontuela entre road movie y comedia indie, 1917 (2019), epopeya bélica parcialmente inspirada en la participación del abuelo de Mendes en la Primera Guerra Mundial y rodada bajo el objetivo de simular dos mega tomas secuencias que abarcan todo el metraje, y por supuesto Skyfall (2012) y Spectre (2015), esas dos entregas de la franquicia de James Bond/ 007 que por cierto nada tienen que hacer ante la primera realización de esta fase con Daniel Craig, Casino Royale (2006), opus en verdad insuperable del especialista Martin Campbell. Lamentablemente Imperio de la Luz (Empire of Light, 2022), su última faena, tampoco levanta la puntería y se suma al lote de películas recientes semi autobiográficas por parte de directores del mainstream que optan por homenajear a su propia juventud, a una etapa histórica previa o al mismo séptimo arte en su conjunto, siempre tomando como modelo al querido Federico Fellini de Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), 8½ (1963) y Amarcord (1973).
Más cerca de los automatismos nostálgicos de Roma (2018), de Alfonso Cuarón, y Belfast (2021), de Kenneth Branagh, que de retratos más enriquecidos y contradictorios símil Tiempo de Armagedón (Armageddon Time, 2022), de James Gray, y Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), el lienzo heterogéneo de Steven Spielberg, Imperio de la Luz pretende unificar de manera muy trasnochada el esquema melodramático pomposo de Douglas Sirk, aquel de Su Gran Deseo (All I Desire, 1953), Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1954), Siempre Hay un Mañana (There’s Always Tomorrow, 1955), Lo que el Cielo nos da (All That Heaven Allows, 1955), Escrito en el Viento (Written on the Wind, 1956), Tiempo de Vivir y Tiempo de Morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958) e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), con las primeras exploraciones de Hollywood alrededor de la temática del integracionismo racial en sintonía con los trabajos más recordados de Sidney Poitier, esos que van desde Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958), joya de Stanley Kramer, La Escuela del Odio (Pressure Point, 1962), de Hubert Cornfield, y Cuando Sólo el Corazón ve (A Patch of Blue, 1965), de Guy Green, hasta Adivina Quién Viene a Cenar (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), asimismo de Kramer, Al Maestro, con Cariño (To Sir, with Love, 1967), de James Clavell, y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), el clásico de Norman Jewison. El guión del propio Mendes juega con la metáfora del proyector de cine, una “maquinaria compleja” que como el amor despierta la “ilusión de movimiento”, y cubre una relación clandestina entre 1980 y 1981 de dos compañeros del Empire Cinema, complejo de dos salas de la ciudad costera de Margate, en el sur del Reino Unido, el veinteañero Stephen (Micheal Ward), empleado negro polirubro que se encarga de tareas de recepción de espectadores, y Hilary Small (Olivia Colman), subgerenta de unos 40 y pico de años que vive sola y está siendo medicada con litio por un trastorno bipolar.
Mendes condimenta el asunto con un background más o menos atractivo para ambos, con Hilary protagonizando un affaire a desgano con su jefe casado, el gerente Donald Ellis (un desperdiciado Colin Firth), y concurriendo regularmente a clases de baile y al consultorio de su psiquiatra luego de una internación por un episodio depresivo y de crisis psicótica, el Doctor Laird (William Chubb), y con Stephen queriendo estudiar arquitectura y en esencia constituyendo la primera generación de británicos nativos de una familia de inmigrantes a raíz de la mudanza de su madre Delia (Tanya Moodie), una mujer de Trinidad y Tobago que estudió enfermería en el Reino Unido, no obstante la progresión narrativa general es sumamente sosa y los “obstáculos” que atraviesa la relación de turno no pasan de ser una colección de clichés hiper previsibles, recordemos en este sentido la fragilidad emocional de ella y sus cambios repentinos de ánimo, el coqueteo de él con una ex compañera laboral de su madre y ex pareja del muchacho, la también negra Ruby (Crystal Clarke), y desde ya el triste accionar de los skinheads del período y sobre todo de los militantes neofascistas del Frente Nacional, un partido político de extrema derecha que en el segundo lustro de los 70 y principios de los 80 tuvo una breve etapa de auge en términos de militancia y repercusión electoral, siempre atizando la xenofobia estándar de la fauna europea caucásica. Mientras ambos curan una paloma herida y adoptan como “nidito de amor” a la planta superior del gigantesco edificio del Empire Cinema, esa que atesora abandonadas otras dos salas que parecen anticipar la crisis paulatina de los exhibidores cinematográficos a partir de los años 80, gracias a la concentración oligopólica de las multicadenas y el recrudecimiento del monopolio productivo hollywoodense a escala global, Small deja de tomar el litio a pura felicidad y eventualmente experimenta otro brote agresivo cuando Stephen quiere finiquitar el vínculo romántico, por ello vocifera su affaire con Ellis y pronto regresa al manicomio.
La película, que el grueso de la crítica y el público homologará a una versión fallida de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, porque es lo único que conocen en lo que atañe al rubro del metacine, honestamente no tiene mucho que ver ni con el humanismo de Fellini y François Truffaut ni con el sustrato más intelectual de Rainer Werner Fassbinder y Woody Allen, por nombrar sólo cuatro cineastas melancólicos y autoreflexivos que pensaron incansablemente toda esta frontera entre realidad y ficción, panorama que tiene que ver con el carácter estereotipado y patético tanto de Hilary, una hembra abúlica que no es capaz de valerse por sí misma o defender al hombre que ama de las agresiones de neonazis inmundos o clientes racistas y soberbios, como de Stephen, un carilindo que en ocasiones parece funcionar como un mero dispositivo retórico que fuerce el esperable “autodescubrimiento” -uno tardío a más no poder, sobre los últimos segundos del metraje- de la fémina para que por fin deje atrás su Complejo de Electra mal curado, ahora con papi teniendo sexo extramatrimonial con la secretaria y mami culpabilizándola por arruinar su matrimonio como todo hijo, un parásito afectivo y material. La ciclotímica odisea por un lado aprovecha canciones varias de Bob Dylan, Joni Mitchell y Siouxsie and the Banshees y por el otro sufre muchísimo debido a comparaciones motivadas por los mismos films exhibidos en el Empire Cinema, como las geniales Desde el Jardín (Being There, 1979), de Hal Ashby, All That Jazz (1979), de Bob Fosse, y Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, o las amenas The Blues Brothers (1980), de John Landis, Locos de Remate (Stir Crazy, 1980), de Poitier en modalidad director, y Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981), de Hugh Hudson, enfatizando que lo mejor del opus de Mendes son las buenas intenciones de Colman, la música incidental de Trent Reznor y Atticus Ross, la fotografía de Roger Deakins y el cameo de Toby Jones como el proyectorista Norman…