Escrita y dirigida por Sam Mendes, el director de 1917, Revolutionary Road y American Beauty entre tantas otras, bucea entre su historia personal y su amor por el cine para entregar una historia de época que tiene nostalgia, amor y mucha carga social.
A principios de 1980, en las costas de Kent en Gran Bretaña, Hilary pasa sus días trabajando en el Empire, el cine del pueblo, a veces vendiendo boletos, a veces cortándolos, a veces juntando pochoclos con una pala y una escoba, pero siempre con un rol y límites definidos. Con un trato mínimo, a veces frío y siempre cordial, ha generado entre sus compañeros cierta complicidad aunque nunca hable de su vida personal y nadie pregunte. Con el jefe es un poco distinto: él la busca cuando quiere y tienen sexo a escondidas en su oficina, más allá de ser él un hombre casado. La vida de Hilary no parece transcurrir mucho más allá de ese lugar de ensueño, a excepción con sus visitas regulares al médico.
Imperio de Luz nos presenta a un personaje intrigante y atractivo, poniendo en foco cuestiones como la salud mental y la vida sexual de una mujer de su edad (primero con una relación a desgana a escondidas, luego también un poco a escondidas pero desde un lugar ya más vital y deseante). La Hilary de Olivia Colman parece fuerte y frágil al mismo tiempo y aunque calle mucho su mirada suele hablar hasta los gritos a veces. Pero esa tranquilidad y calma aparentes, o más bien contenidas, comienzan a sacudirse con la llegada de un nuevo empleado. Stephen (interpretado por Michael Ward) es un joven que podría estar estudiando en la universidad y sin embargo se dedica de manera entusiasta y laboriosa al rol que le asignan en el Empire. La cuestión es que no son buenos tiempos para la gente de su color de piel y cada dos por tres sufre situaciones de racismo, a veces más violentas desde lo físico pero siempre desde lo psicológico.
Stephen está muy consciente de lo que sucede en el mundo. Hilary, en cambio, vive como encerrada. Quizás sea su enfermedad la que no le permite ver más allá. Pero de la mano de Stephen empiezan a haber situaciones que ya no le pasan desapercibidas. Es que son tiempos convulsionados, complicados para el amor.
La película de Sam Mendes navega así entre el cine como lugar de escape y fantasías o ilusiones (aunque Hilary nunca haya entrado a ver una película, su escape es todavía de otro modo, más pequeño), la historia romántica entre la mujer adulta y el joven negro, y la discriminación racial, que en algún momento se apodera de la historia y se come a las otras tramas. Imperio de Luz es entonces algo despareja más allá de sus buenas intenciones.
El cine como ese lugar que reúne a los solitarios, como una institución que se ve rozagante y al mismo tiempo esconde sus ruinas, y como un intento por ver la vida como el cine: a veinticuatro cuadros por segundos, cuya velocidad no nos permite ver la oscuridad y crea la ilusión del movimiento, como bien explica el proyectorista al que le da vida Toby Jones.
Desde lo técnico, Mendes cuenta con la notable fotografía de Roger Deakins y con la música siempre efectiva de Trent Reznor y Atticus Ross. El guion quizás quiere abarcar demasiadas aristas y algunas quedan un poco descoloridas en el camino; cuando el punto de vista pasa de Hilary a Stephen pierde fuerza y se torna algo más predecible que el personaje femenino de diferentes matices. De todos modos estamos ante una película nostálgica y conmovedora en gran parte gracias a Olivia Colman (aunque nadie en el elenco está mal, ella se roba las escenas), que siempre le entrega mucha naturalidad a personajes complejos y ambiguos.