"Un alma atormentada es como un tumor: lo mejor es extirparla", dice el cirujano experto, y acto seguido invita al paciente a meterse en una cápsula cilíndrica, mezcla de equipo de resonancia magnética y el orgasmatrón que Woody Allen usaba como refugio en El dormilón . Algo del espíritu de aquel Allen primitivo se percibe en el humor absurdo de esta fantasía, aunque probablemente haya sido la comedia surrealista y metafísica a la manera de Charlie Kaufman ( ¿Quieres ser John Malkovich? ) la que ha inspirado a Sophie Barthes. La joven debutante no es ni uno ni otro, aunque no le falta ingenio para concebir esta fábula cuya gracia reside, sobre todo, en la seriedad con que se abordan las situaciones más desatinadas y se dicen los diálogos más risibles. El impreciso órgano aquí llamado alma -una glándula ubicada en el centro del cerebro, según avisa una cita de Descartes en el comienzo- puede tener las apariencias más diversas y ser objeto de trasplantes, intercambios, donaciones, compraventa, robo y tráfico ilegal y, claro, de un comercio muy rentable. Todo lo cual conduce a que se escuchen líneas como: "¡Qué diablos hace mi alma en San Petersburgo!", o que en algún momento Paul Giamatti ande en cuatro patas buscando por el piso el alma que se le ha caído y que tiene el aspecto (y el tamaño) de un garbanzo: "¡Cuidado, no vayan a pisarla!".
¿Cómo ha llegado a esta situación? Giamatti representa a un actor llamado Paul Giamatti abrumado por el compromiso de encarnar en Broadway a Tío Vania, personaje que le es esquivo. Alguien le sugiere un remedio: podrá aligerarse de ese peso si deja su alma por una temporada en el depósito de un laboratorio especializado en trasplantes de ese tipo y la reemplaza por alguna de las muchas almas que figuran en el catálogo. Si el resultado no es satisfactorio, puede cambiarla por otra, y siempre queda el recurso de recuperar la propia.
Nada es previsible en esta aventura que Giamatti emprende y cuyos efectos desconoce: algún progreso en lo profesional, alguna frustración, un brusco cambio en su vida personal, el sentimiento del vacío, la vaga sensación de haber adquirido memorias ajenas. No le han dicho que cada alma que aloje irá dejándole algún sedimento ni han previsto que la recuperación de la suya al finalizar el contrato puede no ser un simple trámite. Claro, tampoco le han explicado que detrás del servicio hay una red internacional de tráfico de órganos que incluye a la mafia rusa.
Absurdo de por medio, Intercambio de almas tiene la ventaja de lo imprevisible: nunca se sabe lo que puede suceder (por lo menos en la primera mitad, si bien a veces importa más disfrutar del viaje que del destino al que se arribe), y está la promesa de que la propuesta (más allá del obvio paralelo entre el cambio de almas y el proceso de la actuación) llevará a merodear por cuestiones metafísicas. Quizá no se llega a tanto porque a un guión inteligente en su concepción y rico en hallazgos aunque quizá demasiado cerebral le faltó el apoyo de una puesta en escena con más delirio y fantasía. Para compensarlo está el despliegue de un Paul Giamatti irreemplazable y la solidez de un elenco en el que brillan David Strathairn y la rusa Dina Korzun.