Vigilancia e inconformismo.
Y pensar que hubo una época no tan lejana en la que no dábamos ni una mísera moneda por lo que podría ofrecer Matt Damon en términos de “presencia” en una película de acción. La prueba irrefutable de lo contrario vino de la mano de los tres primeros capítulos de la saga del agente amnésico Jason Bourne, una verdadera máquina de matar ex colegas fascistas de la CIA: el personaje creado por Robert Ludlum fue la punta de lanza de una reconstitución progresiva -hacia el realismo seco de izquierda- de todos los thrillers hollywoodenses de espionaje y sus homólogos del resto del globo. La mejoría de film a film fue más que sustancial gracias a la extraordinaria intervención de Paul Greengrass a partir del segundo eslabón, el cual nos llevó de improviso a la obra maestra Bourne: El Ultimátum (The Bourne Ultimatum, 2007), el tercer opus de la serie y segundo del dúo Damon/ Greengrass.
Hoy estamos ante la quinta parte de la franquicia -contando la historia paralela que entregó la digna El Legado Bourne (The Bourne Legacy, 2012)- y si bien el resultado está a la altura de las expectativas, a decir verdad no llega a superar a Bourne: El Ultimátum, lo que aun así deriva en una epopeya excelente para lo que suele ser el estándar masivo actual. Greengrass, ahora guionista además de director, continúa empardando su desempeño con el de otros próceres del cine testimonial como Costa-Gavras y Gillo Pontecorvo, ya que gusta de hacer una lectura de alto voltaje político en sintonía con aquellas gestas en las que se denunciaba la hipocresía, impunidad y abusos de las potencias imperiales. Bourne, al igual que el Jack Bauer de Kiefer Sutherland de 24, sigue siendo la metáfora perfecta de las paradojas y los frutos desastrosos del accionar demagógico de los servicios de inteligencia.
Dicho de otro modo, la propuesta en cuestión vuelve a explotar con astucia la fábula del homicida condicionado a obedecer que se rebela contra sus “amos” y desata un infierno para las instituciones y sus esbirros. El relato gira alrededor de dos ejes principales: por un lado el intento de desenmascarar las operaciones encubiertas de la CIA por parte de una reaparecida Nicky Parsons (Julia Stiles), y por el otro la posibilidad de que Aaron Kalloor (Riz Ahmed), un gurú de las redes sociales financiado por la agencia, destape la olla del trabajo en conjunto y de un programa secreto orientado a la migración de información al banco de datos del gobierno. Por supuesto que ambas líneas narrativas confluyen en la imperante necesidad del protagonista, ahora un témpano de hielo, de descubrir/ recordar las circunstancias en torno a su reclutamiento, lo que trae a colación el papel que jugó su padre.
Mientras que James Bond casi siempre funcionó como un exponente de la romantización kitsch del microcosmos de los espías y el chantaje internacional, Bourne en cambio puso el acento en los rasgos quirúrgicos de las misiones y la falta total de escrúpulos de los jerarcas, constantemente propensos al fusilamiento -y la tapadera posterior- ante cualquier eventualidad que se presente (Ludlum ofrecía una versión discreta de la ambigüedad moral de los personajes de John le Carré y los seres escindidos de Patricia Highsmith). En este sentido, la despersonalización y el desapego de los villanos siempre fue un componente esencial de la saga, por lo que no se puede más que agradecer el trío de rufianes que hoy nos acerca Greengrass: Tommy Lee Jones como el director de la CIA, Alicia Vikander en el rol de la jefa de la división cibernética y Vincent Cassel como el sicario abyecto de turno.
En Jason Bourne (2016) se destacan asimismo las secuencias cruciales de acción, las de Atenas y Las Vegas, dos prodigios de destreza técnica a la altura del desenlace en Moscú de La Supremacía de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y las famosas escenas de Tánger y New York de Bourne: El Ultimátum. De todas formas, el poderío de la película vuelve a residir en un guión muy compacto y una retórica que transmite con facilidad su mensaje de desconfianza absoluta para con el discurso chauvinista norteamericano y los loros patéticos que lo reproducen desde distintas atalayas del Estado, la industria cultural y los medios de comunicación. Lejos del plástico visual modelo CGI, la verborragia barata de las one-liners, el militarismo símil década del 80 y esa ideología de la “no ideología”, todas estrategias del Hollywood contemporáneo para dejar contento al grueso de un público cada vez más idiotizado e insensible; el film propone una montaña rusa inconformista que se mete con la privacidad/ vigilancia en los tiempos digitales, apabullando de principio a fin…