La persistencia de la memoria.
A esta altura del partido estar frente a una nueva película de Clint Eastwood constituye un reto para el cinéfilo que eventualmente se decidió a escribir, tanto por la satisfacción indescriptible que genera el poder disfrutar de otra obra del octogenario realizador como por la renuncia ya manifiesta a la ilusión de toda “objetividad” al momento de juzgar lo que acontece delante de nuestros ojos. La carrera del norteamericano nos ha dado muchísimos opus extraordinarios, en su doble rol de actor/ director o llenando uno solo de esos casilleros, por lo que resulta muy difícil sistematizar sus aportes principales: para no caer en la parálisis del fanático, diremos que es posible resumirlos en su enorme pasión por narrar y en ese amor que siempre le prodigó a sus personajes, incluso a los más execrables.
Luego de las maravillosas y algo desconcertantes Invictus (2009), Más Allá de la Vida (Hereafter, 2010) y J. Edgar (2011), hoy es el turno de Jersey Boys (2014), una suerte de contrapunto extasiado de Bird (1988), aquella biopic apesadumbrada sobre Charlie Parker que catapultó a la fama al gran Forest Whitaker. La trama se centra en el ascenso y caída de The Four Seasons, un cuarteto pop que gozó de una seguidilla de éxitos durante la primera mitad de la década de los 60 en Estados Unidos. Impulsados fundamentalmente por la voz aguda de Frankie Valli y el management aguerrido/ ciclotímico de Tommy DeVito, el grupo surgió del entorno marginal italoamericano de la New York del período y debió sudar litros de sangre en la “ruta del espectáculo” hasta llegar a la ansiada autosustentación.
El cineasta apuntala un retrato de la dinámica interna, la familia e idiosincrasia de cada integrante, el panorama sociohistórico en el que les tocó crecer y el estado de la industria musical durante tamaña “globalización cultural”. Nuevamente se nota la mano maestra de Eastwood, en lo que respecta a sus contribuciones implícitas al guión de Marshall Brickman y Rick Elice, en la dramatización minuciosa de una multiplicidad de detalles y situaciones agridulces que vuelcan la balanza hacia un humanismo muy perspicaz que esquiva la nostalgia, se sostiene en un humor entre sardónico y naturalista, y hasta se toma su tiempo para contextualizar -con un elenco carente de “estrellas” de Hollywood- la interconexión entre el porfiar individual y la voluntad del compañero inmediato de travesía.
Vale aclarar que The Four Seasons fue una banda simpática que nunca llegó a brillar al nivel de los ejemplos de la “invasión británica”, el movimiento que dejó en segundo plano al rhythm and blues de aquellos años. Ante un tópico que quizás no soportaba 134 minutos de metraje ni tantas interpelaciones a cámara, el mérito de la victoria final del film es solo de Eastwood, un director que jamás puso al artificio por sobre el relato y que canaliza su madurez hacia la creación de un verosímil sutil que le escapa a la romantización preciosista y hueca tan de moda por nuestros días. Mención aparte merecen el desempeño de John Lloyd Young y Vincent Piazza y la reconstrucción de época de este lienzo memorioso, sin dudas un homenaje exquisito a la génesis de cuatro vidas dedicadas al “arte” de perdurar…