El mito de un hombre que dejó su huella en el pueblo
Hay personas que por su modo de ser y de influir en los demás se convierten en personajes. Y si, como en este caso, se trata de alguien como Jesús López, que acaba de perder la vida en un pueblo pequeño de Entre Ríos, se convierte en una suerte de mito. Maximiliano Schonfeld utiliza como disparador la trágica muerte de un piloto de autos con mucho carisma para contar qué sucede con la familia, los amigos y amigas que quedan en ese mismo espacio soportando el hueco de su ausencia. Sin subrayados y con trazo fino, Schonfeld se para sobre la muerte para hablar sobre la vida. Tan simple y contundente como eso. Porque el derrotero que empieza con el velorio y el rezo para que Jesús tenga una mejor vida en el cielo, con el guiño del nombre como anzuelo, continúa con un pincelazo optimista de los deudos. Jesús era un motoquero que corría carreras en el pueblo, pero todos y todas quieren que su impronta continúe. Por eso Abel, su primo, utiliza su ropa para ir a los bailes y tanto la mamá como el papá del fallecido lo incentivan para que él herede esa pasión. El foco está puesto en Abel, a la manera de un coming of age, porque el pibe pasa de ser un chico con inquietudes, dispuesto a hacer todos los mandados que le pidan los tíos (padres de Jesús) a ser un pibe seductor, que se animará a dejarse el pelo largo para parecerse a su primo y aprenderá a manejar aquel auto inolvidable. Quizá sea para encontrar la parte de Jesús que él está buscando, pero también para bucear en la parte de Abel que todavía no conoce. El director se corre del relato nostálgico, no le interesa para nada la lágrima fácil. Y utiliza un recurso casi del género fantástico para mostrar la mutación de Abel a Jesús en una escena que es la más lograda de la película. Mientras todo esto transcurre, se muestran las grietas entre la vida de campo y de pueblo. Sobre esas mismas grietas nació y creció el mito de Jesús López.