Voluntad de matar
Así como en la película original del 2014 la excusa para la montaña rusa de acción era el asesinato de la pequeña perra del protagonista, el implacable sicario John Wick (Keanu Reeves), y el robo de su auto por parte de representantes de la mafia rusa, con Viggo Tarasov (Michael Nyqvist) a la cabeza, y en la primera secuela del 2017 la historia de turno se desencadenaba por la destrucción de su casa a manos de miembros de la Camorra y la manipulación de la que era objeto nuestro querido antihéroe para volver al ruedo y luego ser traicionado, ahora la trama retoma el final del capítulo previo con Wick transformado en un “excomunicado” cuando se le retira la membresía del poderoso y secreto sindicato internacional de criminales al que pertenece por haber matado dentro de los confines de The Continental, una enorme cadena de hoteles considerados “territorio neutral”, a Santino D’Antonio (Riccardo Scamarcio), capo mafioso neoyorquino que venía de cargarse a su propia hermana con la intención de escalar dentro de la estructura hegemónica citadina.
John Wick 3: Parabellum (John Wick: Chapter 3- Parabellum, 2019) vuelve a sintetizar todo lo que estaba bien en el cine popular de otras épocas y que su homólogo de hoy en día ha olvidado casi por completo a caballo de un conservadurismo formal e ideológico que en pos de satisfacer a todos los públicos termina produciendo epopeyas para nadie: la saga dirigida por Chad Stahelski y escrita por Derek Kolstad ha sabido combinar las premisas del western, cierta impronta cercana al film noir y un desarrollo concreto vinculado al cine de acción enérgico y despiadado de las décadas del 80 y 90, aquel que hacía del desquicio homicida non stop su obsesión al punto de no perdonar a nadie y acumular cadáveres de rivales desde un mega sadismo en sintonía con los antiguos “shoot ‘em up” o los actuales “first-person shooters” del ámbito de los videojuegos. El Reeves veterano, ya con 35 años de carrera encima, encontró en Wick a la horma de su zapato porque el sustrato taciturno y lacónico de este forajido parece compatibilizar en un cien por ciento con su propia persona.
Similares a la recordada secuencia del club nocturno de la primera propuesta y a las escenas en Roma y en el museo de su continuación, hoy los momentos más furiosos se concentran en la escaramuza de los cuchillos, aquella otra situada en Casablanca y el desenlace en su conjunto en The Continental, un puñado de enfrentamientos asimismo enmarcados dentro de un planteo narrativo que pasa por la necesidad del protagonista de huir e intentar arreglar el asuntillo pendiente con The High Table, el gremio en cuestión, con vistas a que eliminen el “contrato”/ recompensa sobre su cabeza, ese que hace que todos los sicarios del planeta pretendan matarlo. El devenir del relato nos pasea por las clásicas y hermosas carnicerías de la franquicia y por los encuentros de John con diversos personajes secundarios de los que escapa o a los que recurre por ayuda, lo que por cierto otra vez nos deja con un elenco excelente que incluye a Anjelica Huston, Ian McShane, Laurence Fishburne, Halle Berry, Mark Dacascos, Asia Kate Dillon y Lance Reddick, entre otros profesionales de gran peso.
Sin duda las características distintivas de estas tres películas, más allá de -por supuesto- la presencia del parco y al mismo tiempo “afable cuando quiere” Reeves, son los instantes de extrema acción del metraje porque resultan sumamente disruptivos si los sopesamos según su mismo contexto industrial de producción, con un Hollywood mainstream apelando de manera permanente a toneladas de CGI semejante a plástico inerte, artilugios tecnológicos en materia de armas, un gigantismo bobalicón y necio que despersonaliza a los individuos en pantalla, una triste redundancia para con los acontecimientos en sí y finalmente a una edición apresurada y confusa que en su búsqueda de transmitir una sensación fetichizada de velocidad lo único que termina generando es tedio y ganas de abandonar el visionado: John Wick 3: Parabellum en cambio, como sus dos antecesoras, está construida alrededor de tomas fijas y sin cortes que permiten apreciar en todo su esplendor las geniales coreografías detrás de las refriegas, un gesto en verdad invaluable empardado al corazón retro del film.
Precisamente, el encanto de la faena se condice con las satisfacciones que le ofrece a los espectadores que ansían entretenimiento light pero además memorable en serio, alejado del cancherismo y la soberbia insoportables de la enorme mayoría de los grandes estudios de nuestros días y su constante oferta de escapismo baladí y muy remanido destinado a los infradotados que confunden cantidad con calidad, gente a la que el arte y la cultura en el fondo -y en la superficie también- les importa poco y nada. Productos nobles de cadencia artesanal como los englobados en la presente saga ponen de relieve el hecho de que todavía se pueden entregar trabajos que eviten la corrección política imperante y se metan de lleno en esa violencia masculina siempre latente y en una voluntad de matar a los considerados “enemigos” que es tan humana como la mentira o la idiotez, dimensiones aquí llevadas al campo de un juego morboso en donde salir con vida o siquiera aspirar a la paz equivalen a romper una infinidad de cráneos, tajear cuerpos y disparar muchas balas bien mortíferas…