Belle de jour del siglo XXI.
Si François Ozon suele prescindir deliberadamente de las explicaciones psicológicas o sociológicas que sirvan para comprender las conductas de sus personajes, y si esa voluntad se ha hecho más visible en sus últimos trabajos, sobre todo en el más reciente, Dans la maison (En la casa), puede considerarse que con Joven y bella lleva ese mismo principio a un grado extremo. Quizá nunca como en este retrato en cuatro capítulos (y cuatro canciones) de una chica de 17 años en plena mutación ha asumido tan radicalmente el papel de observador externo. La protagonista es, como lo dice el título -que repite el de una antigua revista francesa para chicas de 15-, joven y bonita. Ozon la sigue en modo voyeur, con muy poco de la curiosidad que se adivina en la mirada de su hermano menor cuando la espía. La ve, en las vacaciones, tendido al sol su delgadísimo cuerpo de modelo (de ese mundo viene la excelente Marine Vacth); es testigo de su primera y frustrante experiencia sexual con su fugaz noviecito alemán, sin pasión alguna ("ya lo hice", es todo lo que le comenta al hermano al regresar, y es notoria su decepción al comprobar que nada ha cambiado en ella tras un momento que imaginaba trascendente). Tiempo después, ya en el otoño, y de vuelta en su cómodo hogar burgués de París, Ozon la descubrirá prostituyéndose en hoteles y con hombres mayores.
Es apenas otro paso en la lenta exploración de su sexualidad, quizá del poder de su seducción más que la respuesta a un íntimo deseo; pero por qué prostituirse si no le interesa (ni le falta) el dinero; si tampoco afronta conflictos familiares, a pesar del ya aceptado divorcio de sus padres y la convivencia con el nuevo compañero de su madre, por otro lado bastante armoniosa. Esta criatura espléndida y lejana, que se vende pero no se entrega, permanece indiferente, más ambivalente que enigmática: se prostituye libremente y se diría que sólo busca satisfacer el deseo de los otros. O quizá descubrir que ese deseo, a veces, contiene una pizca de callada ternura. En vano el espectador espera que Ozon le acerque una pista, probablemente porque él tampoco alcanza a comprenderla, ya que a lo sumo lo que se percibe es que Isabelle-Léa busca apenas alguna forma imprecisa de transgresión, sin saber muy bien de qué se trata.
Los hombres se suceden. Las estaciones también, y en cada estación una canción de Françoise Hardy, con todo lo que trae de amor y melancolía adolescente, suena como contrapunto irónico para esta belle de jour sin tabús, ni ingenua ni perversa y en apariencia tan poco romántica.
Ozon no psicologiza, no juzga, no intenta generalizar haciendo de éste el retrato de una generación y mucho menos deja colar lecciones moralizantes cuando el secreto de la chica sale a la luz y todos buscan explicaciones. Él simplemente muestra. Su cine es fluido y elegante, pero queda la duda de si tanta discreción despertará en el espectador curiosidad o desinterés.