Patria o muerte.
Existen subgéneros que tienen un desarrollo prolongado y un poco tormentoso acorde con las apreciaciones culturales y los paradigmas cinematográficos de turno de los distintos períodos por los que tuvieron que atravesar. El inefable “horror hecho comedia” nace prácticamente con el cine de la mano de propuestas aisladas más o menos conscientes en lo que respecta a los engranajes cómicos voluntarios/ involuntarios, adquiere preponderancia en las décadas de los 60 y 70 mediante muchos exploitations subversivos y alcanza su cúspide en los 80 gracias a un cúmulo de films que llevaron al extremo los componentes específicos hasta eventualmente solidificarlos, otorgándole a la vertiente determinadas características que se reproducen incluso en nuestros días en realizaciones del mismo tenor.
Dentro del campo que nos compete, Juan de los Muertos (2011) constituye una anomalía exótica, no tanto por su idiosincrasia, que resulta algo conservadora para lo que ha sido el subgénero desde Shaun of the Dead (2004), sino por su origen cubano y las referencias al régimen socialista de la isla. De hecho, la obra combina el terror, la comedia negra, la sátira política, el retrato costumbrista y esa típica farsa familiar de acento agridulce. Con una hilarante jerga -entre autoparódica y absurda- centrada en dardos contra los “imperialistas”, “sodomitas” e “iconoclastas”, el guión del también director Alejandro Brugués presenta una dinámica semi televisiva apuntalada en un ritmo hiperquinético, un humor tan cáustico como ingenuo y una estructura de sketchs hilvanados al compás de una sitcom enajenada.
Aquí el contexto está dado por un apocalipsis zombie que escapa a la comprensión de los protagonistas, quienes desconocen el concepto de resucitado y se vuelcan a la teoría de los disidentes contrarrevolucionarios que obedecen a los designios de Estados Unidos. Así las cosas, el Juan del título (Alexis Díaz de Villegas) se transforma de buscavidas sin futuro a jefe de una suerte de pyme que se dedica a matar -por segunda vez- a los seres queridos de sus clientes. En el emprendimiento comercial lo ayudan su amigo Lázaro (Jorge Molina), los hijos de ambos y otros personajes variopintos de La Habana marginal. Más allá de algunos lugares comunes, el relato analiza con eficacia la apatía, voracidad y arrogancia de una patria cuya identidad se asemeja bastante a la estándar de Latinoamérica.
Desde el inicio en la balsa hasta que suena My Way por Sid Vicious vemos desfilar una colorida comparsa que incluye a un travesti altanero, un fisicoculturista que se desmaya al ver sangre, hurtos de pasacassettes, masturbación ocasional, sexo oral por lástima y un montón de accidentes fatales. El opus de Brugués sorprende con su buena factura técnica y su amplia utilización de los CGI, detalles formales que definitivamente implicaron mucho esfuerzo y sacrificio. La poca originalidad del convite está compensada en parte por el correcto desempeño de Díaz de Villegas y sus camaradas, el encanto bizarro de la película en su conjunto y un puñado de escenas memorables, entre las que se destacan la de los turistas españoles, la de los milicianos y la que se desarrolla en la Plaza de la Revolución…