Triste llamada a escena
Se podría caer en la tentación de afirmar que hoy por hoy sólo Hollywood está obsesionado con proyectos biográficos de las más variadas figuras del mundo del espectáculo, casi siempre pertenecientes a la música, la televisión y/ o el séptimo arte, sin embargo semejante aseveración ya no es del todo exacta porque las diferentes industrias culturales del enclave audiovisual de cada país del globo también han echado mano de una fórmula que a priori parece ganadora: nos referimos a la estratagema de simplemente tomar a una estrella más o menos reconocida por el público masivo de antaño -el cual, por cierto, es el mismo de la actualidad aunque menos segmentado por el marketing idiota- y construirle una narración alrededor que funcione como un retrato de su carrera a nivel macro, de su devenir personal o de una conjunción de ambos rubros pero haciendo hincapié en un período etario concreto.
A veces el asunto deriva en éxito y en otras oportunidades cae en uno de esos atolladeros de nuestro tiempo vía la incapacidad de resumir y las pocas verdaderas ideas novedosas de fondo de obras como la que nos ocupa, Judy (2019), una biopic sobre Judy Garland que comienza prometiendo un desarrollo más o menos tradicional y preciso acerca de sus últimos meses de vida, no obstante el planteo pronto termina licuándose debido a que el film a posteriori abraza una dinámica teatral algo mucho estereotipada, redundante y plagada de secuencias descriptivas en las que no pasa prácticamente nada ni tampoco nos encontramos con diálogos interesantes que sustenten el hecho de enroscarse en cada uno de los lugares comunes de la existencia de una artista por demás célebre, de esas que reclaman mucho más que sólo basarse en una puesta de Peter Quilter del 2005, End of the Rainbow.
La etapa aquí trabajada se reduce a los momentos previos a su fallecimiento el 22 de junio de 1969 a la temprana edad de 47 años, cuando la norteamericana partió hacia Londres para presentarse en el club nocturno Talk of the Town durante una seguidilla de cinco semanas, derivando en un óbito accidental a raíz de una sobredosis de su amplio surtido de pastillas. Ni el director Rupert Goold ni el guionista Tom Edge logran escapar del cliché del círculo vicioso en lo que atañe a esa triste espiral que todos conocemos de narcisismo, paranoia, alcoholismo, fracasos matrimoniales, problemas económicos varios, sobremedicación, inseguridad en cuanto a su look y abusos laborales adolescentes, en especial cortesía de la Metro Goldwyn Mayer, como si la mujer real -de hecho- hubiese sido en un 100% esta caricatura melancólica y muy decadente que vemos en pantalla, sin un instante de felicidad.
La constante “llamada a escena” que padeció a lo largo de su trayectoria, cuando la fémina anhelaba la paz y un fluir familiar más reposado, está canalizada a través del rostro semi deshecho -y hoy reconstruido con prótesis y maquillaje- de Renée Zellweger, ella misma una intérprete torturada por los caprichos plutocráticos y algo mucho ridículos de la fama al punto de someterse a una andanada de cirugías que representan lo peor del sueño estético bobo del mainstream, léase la “obligación” autoimpuesta de negar la naturalidad y retrasar el envejecimiento cueste lo que cueste, una idea que provoca semblantes destrozados por superposición de intervenciones quirúrgicas: se nota a leguas que la actriz se identifica con el calvario de Garland y su estigmatización como la eterna protagonista de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), por ello su desempeño es muy bueno y honesto y su entrega vocal a nivel de las canciones consigue evitar el hundimiento definitivo del barco. Desde una abstracción -símil obra de teatro de medio pelo- que se siente pesada y sobrecargada de escenas que alargan el metraje sin mayor justificación, Judy intenta homenajear a la enorme fuerza de voluntad de la figura de turno aunque no puede maquillar sus múltiples baches dramáticos y la incesante repetición de las mismas situaciones paradigmáticas de siempre…