La Guerra Fría en el deporte
La Guerra Fría, ese enfrentamiento que ilustraba el nuevo orden mundial surgido al cabo de la Segunda Guerra no sólo se manifestó en lo político, lo ideológico, lo económico, lo tecnológico y lo militar, sino también en lo deportivo. La misma obsesión por la victoria que guiaba en esos años la carrera espacial o los triunfos científicos también exacerbaba las competencias atléticas entre los representantes de los dos bloques: el comunista, encabezado por la Unión Soviética, y el capitalista, liderado por los Estados Unidos.
Superar al rival es en esos casos el objetivo excluyente, y ya se sabe que en esa empecinada batalla por la gloria deportiva, lamentablemente, no siempre son lícitos los métodos que se emplean, tema del que hoy, ya muy lejos de la Guerra Fría, suele haber noticia frecuente.
Ese tema -el del juego limpio o mejor, de su deliberada violación- es uno de los que abordan esta consistente realización de Andrea Sedlácková al contar la historia de una joven atleta vigilada de cerca por su entrenador y, a través de ella, exponer cómo el viejo régimen comunista buscaba controlar la voluntad de sus ciudadanos. Otro, estrechamente vinculado con el anterior, es el arduo dilema de decidir el exilio, la emigración. Una experiencia que la realizadora checa ha vivido en carne propia: dejó su país en 1988 y ha residido, desde entonces, entre Praga y París.
La película, ambientada en la década de los 80, sigue la historia de Anna, una velocista de excepcionales condiciones que aspira a competir en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 y con ese objetivo se prepara día tras día, junto a una compañera igualmente dotada y bajo la mirada vigilante y rigurosa del mismo entrenador estatal, cuyo objetivo es más político que deportivo: sin que la adolescente lo sepa, ha sido incorporada a un programa secreto que incluye el uso de esteroides anabólicos. La muchacha es asimismo estimulada por su madre, Irene, ex atleta que ya sabe lo que supone resistirse a esos deberes deportivos considerados patrióticos y también las penas a que podría exponerse su hija si se negara a colaborar, para el régimen una falta equiparable a cualquier otro tipo de disidencia. La mujer ve en el futuro de la chica la posibilidad de una salida del país, quizá siguiendo el camino de su marido, que las dejó para refugiarse en Europa.
Las dos líneas del relato -la historia protagonizada por Anna, que en algún momento percibirá los nocivos efectos secundarios de un tratamiento al que ha sido sometida sin su consentimiento, y la de Irene, vulnerable a las presiones del entrenador por más de un motivo- se desarrollan paralelamente o se vinculan entre sí sobre el fondo desesperanzado, gris, desolador y represivo de la Checoslovaquia de esos años que serían los de la etapa más avanzada de la Guerra Fría. Tanto en la descripción de esa atmósfera como en la sólida construcción del drama testimonial y en su aspecto puramente formal (es notable el tratamiento de las imágenes), el film se inscribe a la altura de la tradición del cine checo. A su vez, los excelentes trabajos de la eslovaca Judit Bárdos (Anna) y la checa Anna Geislerová (Irene) dan sustancia y convicción al progreso dramático de sus personajes, rodeadas de un elenco en el que no se aprecian altibajos.