Sobre el régimen de probabilidades
A diferencia del mainstream anglosajón contemporáneo, ese que quiere caerle simpático todo el tiempo al espectador banal en general y ya prácticamente ni siquiera recuerda cómo era eso del film noir o por lo menos de las comedias negras eficaces de otros tiempos, el cine escandinavo y especialmente el danés continúa dándonos satisfacciones esporádicas mediante propuestas de género que se meten en temas pesaditos ya sea dentro del formato del drama, el thriller, el terror o ese humor sardónico bastante bien administrado al que nos referíamos con anterioridad. Como la otra única cinematografía nacional de hoy en día que sigue regalándonos opus interesantes aunque en menor medida desde la última década, la surcoreana, los daneses tienden a recuperar elementos del lenguaje narrativo paradigmático hollywoodense pero sin renunciar en el camino a la propia idiosincrasia y prefiriendo una adaptación vernácula con su bella entonación particular, algo que no hace el grueso de las grandes producciones del globo y prueba de ello es el catálogo de los principales servicios de streaming disponibles, donde es posible apreciar la uniformidad de una propuesta paupérrima sustentada en las otrora películas y/ o series y hoy apenas “contenido” sin que en verdad importe la procedencia de cada una de ellas porque los criterios de producción son exactamente los mismos, síntoma a su vez del declive en la exigencia del espectador promedio de variedad real y no de su homóloga maquillada vía cáscaras turísticas que esconden un interior fofo, repetitivo y carente de ideas a más no poder como en el caso de los tanques de las productoras gigantescas y los estudios norteamericanos de la actualidad, esos que siempre adoran vampirizar a nivel cultural a aquellas naciones con características específicas de antaño para construir una imagen de falsa heterogeneidad símil marketing.
Dentro de Dinamarca sobresale uno de los profesionales del séptimo arte más prolíficos desde mediados de la década del 90 hasta el presente, Anders Thomas Jensen, un señor que así como empezó en el terreno de los cortometrajes para después pasar a los largos, del mismo modo saltó desde la escritura de guiones a la dirección, ámbito en el que supo brillar con una retahíla de comedias muy negras y muy imaginativas protagonizadas por el genial Mads Mikkelsen, sin duda alguna su actor fetiche, hablamos de las sorprendentes Luces Parpadeantes (Blinkende Lygter, 2000), Los Carniceros Verdes (De Grønne Slagtere, 2003), Las Manzanas de Adam (Adams Æbler, 2005) y Hombres & Gallinas (Mænd & Høns, 2015). Luego de trabajar con todos los cineastas de peso de su país y más allá, como por ejemplo Thomas Vinterberg, Lasse Spang Olsen, Saul Dibb, Martin Zandvliet, Niels Arden Oplev, Susanne Bier, Tomas Villum Jensen, el tremendo Lars von Trier, Kristian Levring, Kenneth Kainz y Nikolaj Arcel, Jensen continúa abriéndose paso como uno de los directores más interesantes de los países nórdicos y Europa en general con su más reciente película, Jinetes de la Justicia (Retfærdighedens Ryttere, 2020), una nueva joya en la que, partiendo de una idea original suya junto a Arcel, retoma en parte el contexto de policial negro de Luces Parpadeantes para volcarlo a ramas en apariencia antagónicas pero que se llevan de maravilla, léase el drama familiar, el thriller de venganza, las meditaciones acerca del destino y la causalidad y por supuesto esa infaltable comedia asesina que no perdona a nadie y extrae sonrisas de situaciones espantosas porque lo importante es el desarrollo de personajes y esquivar la dramatización berreta modelo estadounidense, sin jamás faltarle el respeto a los protagonistas, su ideario, anhelos porfiados y esas conductas a veces bizarras.
La película comienza cuando una adolescente (Marta Riisalu) le pide a su tío, un sacerdote ortodoxo (Raivo Trass), una bicicleta azul para navidad y así provoca una serie particular de eventos: el bicicletero (Kaspar Velberg) ordena a sus secuaces que roben un modelo azul de una estación de tren que resulta ser de Mathilde (Andrea Heick Gadeberg), muchacha que no puede ir al colegio al día siguiente y es por ello que su madre, Emma (Anne Birgitte Lind), pretende llevarla en su automóvil, el cual a su vez no funciona y las obliga a tomar un metro en el que se topan con Otto (Nikolaj Lie Kaas), un programador informático que acaba de ser despedido y que le cede su asiento a Emma sin saber que esa será su condena de muerte porque momentos después la formación choca con un tren de carga estacionado en un carril paralelo, despedazando en el acto a los pasajeros del lado derecho. Mientras que Mathilde pretende lidiar con la pérdida con terapia psicológica y su padre, Markus (el amigo Mikkelsen), un soldado experimentado, se niega rotundamente, Otto sospecha que el episodio no fue un accidente sino el asesinato de un testigo que iba a brindar testimonio condenatorio en el juicio que se le sigue al líder de una peligrosa pandilla de criminales motociclistas, Jinetes de la Justicia, Kurt Olesen (Roland Møller), y junto a sus dos amigos hackers, Lennart (Lars Brygmann) y Emmenthaler (Nicolas Bro), convencen al gélido Markus de iniciar una cruzada de revancha contra la banda que arranca con el homicidio del hermano de Kurt, Palle (Omar Shargawi), un cruel ingeniero eléctrico especializado en componentes de tren que Otto cree reconocer del día del trágico suceso, sujeto a quien el militar le rompe el cuello cuando saca un arma frente al colectivo vengador, y en apariencia adepto a sodomizar a un joven esclavo ucraniano, Bodashka Lytvynenko (Gustav Lindh).
Como siempre en las realizaciones de Jensen, los ingredientes dramáticos y los cómicos se complementan y en muchas ocasiones conviven en la misma escena con el objetivo de construir personajes tan entrañables y amenos como ciclotímicos, impetuosos y algo mucho demenciales, desde un Otto con su brazo derecho lisiado por haber chocado alcoholizado contra un árbol en 2002, accidente que le costó la vida a su hija, y un Lennart obsesionado con el granero de Markus, todo porque fue abusado sexualmente en uno igual por su padre y sus tíos, hasta un Emmenthaler fetichista de sus monitores y sus equipos, muy bueno disparando y armando las armas pero sin el valor necesario para matar, y un Bodashka que fue vendido a Palle por la misma madre del joven, el cual de inmediato se convierte en algo así como una empleada doméstica en el hogar del soldado, donde todos se ven obligados a convivir -incluso el noviecito de Mathilde, Sirius (Albert Rudbeck Lindhardt), un tarado de la psicología new age que sigue la tradición inocua de su madre- cuando la guerra contra la pandilla de los Olesen llega a un punto de no retorno y la violencia escala en intensidad de la mano de arremetidas cruzadas fulminantes. Más allá de la temática del duelo y esta idea del querido cine contracultural de la solidaridad entre marginados sociales que logran sobrevivir a través del apoyo mutuo aunque con unas cuantas e hilarantes peleas internas de por medio, el opus del danés enfatiza una y otra vez mediante los diálogos la incapacidad total del ser humano para comprender todo este laberinto de hechos cotidianos encadenados que en ocasiones interpreta como coincidencias y en otras oportunidades como tragedias con responsables concretos, subrayando en simultáneo que pretender seguir los eslabones sería absurdo ya que nunca llegaríamos al verdadero inicio porque cada acontecimiento en singular responde a una conjunción de múltiples factores con su propia lógica causal. En este sentido el título del convite, ese que se mofa de la iconografía prototípica del western y parece hacer referencia en primera instancia al grupo de delincuentes para después saltar al accionar vengativo de esta amalgama de vigilantes improvisados de Copenhague, es muy irónico ya que en esencia la trama se reduce a una cruenta confusión de identidad ya que Palle jamás estuvo en el metro aquel día del fallecimiento de Emma y el que sí estuvo fue un ciudadano egipcio que nada tiene que ver con un hipotético atentado en la formación ferroviaria, planteo retórico que eventualmente transforma en ridícula -como es ridícula y sin sentido último gran parte de nuestra vida- toda la faena en pantalla. Esta odisea ultra oscura sobre el régimen de probabilidades y la sombra burlona del azar freak, desde el robo de la bicicleta del principio hasta el desenlace en Navidad con Emmenthaler tocando Little Drummer Boy en un corno francés, ejemplifica a la perfección cómo debería escribirse una comedia negra que balancee la causticidad humanista y las catástrofes apesadumbradas en secuencia que propone la historia, cuya virulencia discursiva se ubica muy por encima del sustrato sentimentaloide, hueco y caricaturesco de las obras hollywoodenses y aledañas…