Juventud

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Epifanías en el ocaso.

Gran parte del cinismo de nuestros días se basa casi de forma exclusiva en un esbozo de una actitud superadora -para con todos y todo- que pone en el centro del mundo al sujeto hablante y deja de lado cualquier otra perspectiva de legitimación que no sea la burla o el desprecio, como si el ninguneo constante no derivase en el aislamiento y la pauperización cognitiva (tanto a nivel individual como en lo referido al andamiaje de la sociedad). En este sentido, el cine de Paolo Sorrentino nos coloca en un aprieto en tanto espectadores porque si bien resulta encomiable su interés por el Federico Fellini posterior a La Dolce Vita (1960), lamentablemente su obra a la fecha sabe a rancia, al igual que sus observaciones sobre la crisis de la cultura tradicional italiana, la muerte de los ideales y el advenimiento de la pedantería televisiva, ese diapasón vacuo y carente de toda conciencia constructiva.

Este círculo vicioso ya podía verse en películas como Este es mi Lugar (This Must Be the Place, 2011) y La Grande Bellezza (2013), ejemplos claros de un devenir visualmente florido pero reduccionista y elemental en lo que hace al acervo discursivo. En Juventud (Youth, 2015) la decadencia artística/ social aparece vía una metáfora que involucra a dos amigos con muchos años de correrías en conjunto, el director de orquesta retirado Fred Ballinger (Michael Caine) y el realizador cinematográfico Mick Boyle (Harvey Keitel), quienes dilapidan sus últimos días en uno de los palacios del relax que pululan entre los Alpes suizos. Mientras que el primero se la pasa diciéndole “no” a la propuesta de un emisario de la Reina Isabel II para dirigir un concierto final, el segundo trabaja arduamente en pos de finiquitar un guión, con el objetivo de que funcione como un broche de oro para su carrera.

Una vez más el relato está estructurado en torno a una serie de viñetas tragicómicas acerca del transcurrir del tiempo, los fantasmas psicológicos familiares, la sombra ascendente de “la parca” y por supuesto -como cabía esperar en una suerte de exploitation fellinesco- la colección de alucinaciones y seres bizarros que deambulan alrededor de los protagonistas (a modo de ejemplo, en los primeros minutos nos topamos con una versión muy obesa de Diego Armando Maradona en la piel de Roly Serrano). Más allá de la presencia de los maravillosos Caine y Keitel, el elenco está plagado de luminarias como Paul Dano, Rachel Weisz y Jane Fonda, entre otros; las cuales a su vez complementan lo hecho por el director de fotografía Luca Bigazzi y la diseñadora de producción Ludovica Ferrario, dos excelentes profesionales que ya habían trabajado bajo las órdenes de Sorrentino en el pasado reciente.

Quizás los dos elementos más ridículos/ anacrónicos se condensen en la inclusión de un machismo de una idiosincrasia bastante rudimentaria (que pretende recuperar a las mujeres de antaño, esas musas petrificadas y sin lengua) y el acopio de detalles de aspiraciones “elevadas” y muy poca profundidad (la lentitud exasperante del ritmo narrativo tampoco ayuda demasiado a olvidar los facilismos y las sentencias de cotillón que se desprenden del destino final de cada personaje, filosofía barata mediante). El preciosismo plástico de Sorrentino y sus epifanías en el ocaso constituyen un molde más videoclipero que barroco, y para colmo de males el napolitano no consigue robustecer aquellas ironías amargas de su colega y máximo referente: esta doble paradoja va enterrando de manera paulatina las buenas intenciones del autor bajo el agobio del lujo y la pomposidad más intrascendentes…