Los modales hacen al hombre.
En un ámbito cinematográfico dominado por la uniformidad mainstream y un medio pelo independiente cada vez más anodino, una película de las características de Kingsman: El Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014) constituye una rareza más que bienvenida. Mientras que la mayoría de sus contrincantes en el rubro “thriller de acción/ espionaje” juega todas sus fichas a una pose derruida vinculada a la hipérbole, el ridículo consciente y una petulancia de cotillón (carente de vuelo conceptual y encerrada en una prepotencia tan almidonada como vacua), el film que hoy nos ocupa va un paso más allá al construir personajes con un anclaje concreto en el mundo y prestos a defender su ideario.
A esta altura podemos afirmar que el realizador Matthew Vaughn comprende que en el entorno actual hay pocas cosas más patéticas que la sentencia somnolienta y anacrónica del “arte por el arte en sí”, lo que genera que sus obras una y otra vez estén enmarcadas en una definición muy particular del entretenimiento masivo, casi siempre alejada del facilismo infantiloide de la industria y en sintonía con una desproporción de pulso anárquico, en la cual la violencia de la sociedad funciona como un arma de doble filo que suele hacer trastabillar a los protagonistas. Salvo por la mediocre Stardust: El Misterio de la Estrella (Stardust, 2007), todos sus convites llevan consigo esta interesante contradicción a cuestas.
Bajo la milenaria premisa del “camino del héroe”, el director y su colaboradora habitual, la guionista Jane Goldman, apuntalan con buen timing el derrotero de Gary Unwin (Taron Egerton), un lumpen que por circunstancias del destino se topa con Harry Hart (Colin Firth), un agente que le ofrece la chance de incorporarse a una enigmática organización que hace gala de su caballerosidad e independencia transnacional. La historia, plagada de estereotipos aunque eficiente al mismo tiempo, combina los pormenores del proceso de selección al que es sometido Unwin con el retrato del villano de turno, Richmond Valentine (Samuel L. Jackson), un magnate con un plan bastante bizarro para salvar al planeta Tierra.
De hecho, los principales puntos a favor del opus son su desparpajo narrativo, la tonalidad vintage y la efusividad delirante de las secuencias de acción. Sin caer en exabruptos bobos a la Quentin Tarantino ni en el atolladero del CGI omnipresente símil Robert Rodriguez, Vaughn respeta los homenajes a los primeros y aparatosos eslabones de la franquicia 007 que guiaban al comic de base de Dave Gibbons y Mark Millar, éste último también responsable de Kick-Ass (2010). Al igual que en el caso de la susodicha, Layer Cake (2004) y hasta X-Men: Primera Generación (X-Men: First Class, 2011), el hiperrealismo trash y enajenado nos regala ciertos desniveles formales y un final muy ambicioso, a toda pompa…