Divertimento con actitud
No es una secuela, ni una remake, ni un spin-off, sino simplemente una nueva versión que vuelve a utilizar un ícono de la cultura occidental. Por fortuna el abordaje se distancia mucho de la ampulosa e interminable –y corresponde decir, de a ratos genial– King Kong (2005) de Peter Jackson. Aquí no hay lugar para la grandilocuencia ni los tiempos muertos; volvemos al espíritu lúdico y pochoclero que caracterizó al cine de clase B de monstruos gigantes en sus más diferentes acepciones, sean los kaiju-eiga (Godzila (1954), Mothra (1961), como sus pares estadounidenses (Tarántula –1955–, La isla misteriosa –1961–, entre tantos otros). Divertimentos en los que poco importaba la alegoría, la psicología, la carga emocional o las líneas de diálogo, porque al fin y al cabo se trataba de sembrar el pánico mediante monstruos gigantes.
A una exótica isla del Pacífico llega una expedición de exploradores y soldados. Es el año 1973, plena crisis de Vietnam y de la administración Nixon. La Guerra Fría y la carrera por la supremacía llevan a que el equipo sea enviado en una misión de reconocimiento, antes de que lo hagan los rusos. Pero enseguida la aventura se convierte en un llano enfrentamiento contra toda clase de criaturas monstruosas.
La isla Calavera es, a partir de entonces, una explosión de colores y de sonido, un espectáculo palpitante y un divertimento desacatado de helicópteros contra el mono gigante, de hombres contra bichos, contra pajarracos y lagartos, de soldados contra Kong y de este último contra un lagarto gigante. Poco importa más que estas vibrantes escenas de acción, razón de ser de la película y donde está puesta toda la carne en el asador. Lo demás es principalmente relleno, actores inmensos como John Goodman, John C Reilly y Samuel L Jackson trabajan como en piloto automático, aunque cierto es que le agregan cierto encanto al asunto. El guión no se sale de lo estándar pero funciona, los diálogos son algo anodinos y la metáfora simple pero por ello muy secundaria: ni bien llegan los humanos se encargan de bombardear bien y de refrescarlo todo con napalm antes de siquiera poner un pie en la tierra, lo cual ya mueve al (obvio) cuestionamiento de quién es realmente el monstruo. La llegada de los soldados y su lucha injustificada contra King Kong genera un desequilibrio: los reptiles subterráneos de la isla, al no ser ya dominados por el mono gigante, comienzan a apoderarse de todo. En este plan, esos monstruos, más terribles e incontrolables, podrían ser leídos como el vietcong o, si se quiere, como el terrorismo islámico de hoy, resultado colateral de los destrozos provocados por las potencias intervencionistas.
Pero como decíamos, lo preponderante es la acción, y qué pedazos de escenas de acción. Una inagotable sucesión de cataclismos notablemente orquestados que se imponen sin respiro. Los riffs de Black Sabbath resuenan entre el fuego y las explosiones, y las astas de los helicópteros se acompasan en un notable juego musical que homenajea a Apocalipsis Now. Los monstruos son todo lo desagradable que cabría esperar y las contiendas, de lo mejor que ha dado el subgénero. Pero lo más interesante es que el joven director Jordan Vogt Roberts (autor de la notable The Kings of Summer) imprime a la película un humor cinematográfico notablemente contrapuesto a la seriedad imperante, marcando un estilo y una personalidad propias. Ya sea en el muñequito de Nixon que se sonríe ante toda la debacle, como en los festines de calamares gigantes y de humanos a los que se aboca el rey Kong, La isla Calavera marca su festejante diferencia respecto al resto de las superproducciones actuales.