¿Noche de paz?
Mientras que gran parte del mainstream está empantanado en una etapa de transición en pos de una salida cada vez más elusiva del díptico “remakes/ found footage”, y las propuestas periféricas hacen lo que pueden en mercados locales controlados con mano de hierro por los gigantes estadounidenses (mejor ni hablar de una crítica que no analiza absolutamente nada y que se dedica a convalidar sus caprichos personales de la manera más pueril), hoy Michael Dougherty nos entrega una película sutil y fuera de época, regocijándose en todo momento en la paradoja de haber pateado el tablero -y esquivado la abulia de la actualidad- desde el seno de la industria hollywoodense. Tomando la estructura general de los cuentos de hadas e inspirándose en el tono entre anárquico y cínico de Gremlins (1984), en Krampus (2015) el director escudriña la Navidad empleando el mismo caleidoscopio que ya había utilizado para Halloween en la también extraordinaria Trick ‘r Treat (2007), aquel neoclásico centrado en una antología compuesta por un prólogo y cuatro fábulas de terror.
Así como Sam (ese mocoso del averno, siempre vestido con un piyama y una arpillera en su cabeza) funcionaba como una especie de centinela de tradiciones que se remontan al pasado lejano, pisoteadas por los representantes menos iluminados de la raza humana de nuestros días, en esta oportunidad es el monstruo vengador del título quien debe poner las cosas en su lugar cuando el egoísmo, la soberbia, el consumismo y/ o la hipocresía dejan de lado al espíritu navideño, léase la fraternidad y el “dar” antes que el “tomar”. Esta contraparte nihilista de Santa Claus -mitad sabiduría antropomorfizada, mitad fuerza natural- se desprende del folklore de los países alpinos y aquí es invocada por las rencillas de una familia de los suburbios, a la que le encanta pasar las festividades a lo largo de tres jornadas compartidas, por más que sus integrantes no se soporten entre sí y el menosprecio domine la reunión. De a poco la comedia negra deriva en una crónica de supervivencia, que a su vez se transforma en una parábola moral de tintes secos y empardada con el sacrificio.
Nuevamente la inteligencia de Dougherty abarca por un lado la paciencia en lo que hace al desarrollo de personajes y la progresión narrativa a nivel macro, y por el otro la utilización de las herramientas formales según el público a captar. Si en Trick ‘r Treat aprovechaba distintos elementos del catálogo del horror para adultos (el predador sexual, las leyendas urbanas, los seres adeptos al camuflaje, las “bromas” que se salen de control, las revanchas más impredecibles, los ermitaños que esconden secretos muy sucios, etc.), ahora también opta por una versión sarcástica pero de otro popurrí de motivos, en esta ocasión haciendo eje en las epopeyas destinadas a los infantes (luego de una introducción que gira en torno a las desavenencias familiares y la banalidad/ rigidez de nuestra sociedad de rituales automatizados, el relato muta en un asedio -por parte de los “ayudantes” de Krampus- que saca a relucir la solidaridad de los protagonistas, al tiempo que la muerte va alcanzando a cada uno de ellos porque parece que las culpas no se lavan con buenas intenciones fugaces).
La valentía del realizador se condensa en la decisión de no pasteurizar la trama con vistas a satisfacer a los espectadores conformistas de hoy en día, quienes han sido criados para aceptar plácidamente el facilismo de los latiguillos y la redundancia retórica, para colmo sintiéndose “superiores” para con las obras en cuestión, desde un total desconocimiento del contexto y el recorrido histórico de dichos clichés. Las nociones de crueldad y castigo resultan cruciales a la hora de difuminar el relativismo socarrón de la primera parte, ese comodín al que los secundarios más necios suelen recurrir para anular toda discusión con algún dejo de seriedad. Sin mostrar ni una gota de sangre y jugando sus fichas al accionar de animatronics similares a los de Dolls (1987), el convite desparrama una furia homicida que exige compromiso ideológico (sea del tenor que sea, siempre debemos luchar por lo que creemos) y que no tiene nada que envidiar a los verdugos de los slashers setentosos (o a cualquier otro cruzado del fundamentalismo lunático, en plena campaña contra los herejes).
Hasta cierto punto la posibilidad de redención que plantea el desenlace, en lo referido a la reconstitución de los vínculos y el quiebre de la espiral autodestructiva y ombliguista, termina opacada por esa falta de piedad tan característica del propio género, que regurgita dolor al considerar que las moralejas sólo quedan marcadas en la piel gracias a la ceremonia del martirio, el que adquiere la disposición de un mecanismo legitimante del saber humanista y el respeto al prójimo (en la vereda opuesta, el tonto y feliz que nunca sufrió permanece encerrado en su mundo tonto y feliz). Lo que perfilaba como una noche de paz muta en espanto para que todos aprendan la lección, porque la flagelación de la carne y la imposición psicológica van de la mano: no es casual que la historia se centre en el pequeño Max (Emjay Anthony), un intelectual si lo comparamos con el resto de su familia, y en su abuelita, “Omi” en alemán (Krista Stadler), otra testigo de tanta idiotez circundante, esa misma que la bella justicia del inframundo reclama para sus tribunales…