Cinco años llevaba Darren Aronofsky sin manifestarse fílmicamente. No sé sí la masacre que sufrió precisamente en esta Mostra de Venecia en 2017 Mother!, que tuvo que soportar en su proyección de prensa abucheos tan imperantes que parecían fruto de una conspiración, guarda algo que ver con esta dosificación. Tampoco tenemos certeza de si las limitaciones de la pandemia fueron decisivas en la elección por el cineasta de una pieza teatral de Samuel H. Hunter del año 2012 y que se constreñía al espacio único del salón de la casa donde agoniza Brendan Fraser.
Lo cierto es que el desafío de dotar de pulso cinematográfico a un texto dramático que tiene en su epicentro, sin desocupar nunca la escena, a un ser sin capacidad cinética, con esos 270 kilos que no le permiten llegar a semoviente ni apenas desalojar el sofá, parece una operación de riesgo a la altura del bien constatado gusto de Aronofsky por los desafíos.
En las casi dos horas de metraje de The Whale, a partir de una estrategia de montaje virtuosa, la estructura teatral pervive como tal. Pero abre las compuertas al cine vívido de la tensión y el encierro. Del tiempo detenido tan propio del sesgo pandémico. Es éste el marco de un proceso de auto redención del personaje encarnado por un Brendan Fraser al que primero el visionario Steven Soderbergh puso de nuevo sobre la pista en No Sudden Move. Y ahora Aronofsky lo incorpora de lleno a la carrera de los Oscar, plano en el cual el actor nunca llegó a competir en sus años de esplendor y estrógenos.
El protagonista -en esa búsqueda de la expiación- aparece por vez primera en pantalla mientras trata de masturbarse viendo una película hardcore gay. Y después de tratar de saldar cuentas con su pasado (abandonó a su mujer y a su hija al enamorarse de uno de sus alumnos del aula nocturna), deberá enfrentarse a esa cría que ha devenido adolescente revenida con la ira de los justos. Y veremos a este hombre cetáceo en su pugna por alcanzar la eternidad sin que le convenza en la ruta hacia esa salvación el joven enviado de una religión milenarista, otro de los personajes que entran y desaparecen a ritmo de vodevil en este tránsito. Una estación termini de dos horas en biológico territorio fronterizo con la dead-line. Ese tiempo de agonía muy acompañada es, en todo caso, cualquier cosa menos un bel morir. Así, vemos a Brendan Fraser jalarse pizzas con chicha a cuatro manos o bocadillos de patatas fritas con salsas varias. Una manera de suicidarse que no suscribiría una neurótica heroína de Tennessee Williams -optaría por las pastillas o el alcohol- pero que al protagonista de The Whale le va acercando convenientemente a la Parca.
Entremedias, está Herman Melville. Y, naturalmente, Moby Dick. Sabemos que el protagonista llegó a este estado de obesidad más que mórbida después del suicidio del hombre por el que dejó a su familia. Pero no conoceremos la identidad del Capitan Ahab hasta que la singladura del oceánico Fraser en su sofá llegue a su final.
De entre la filmografía de Aronofsky, el film con el cual la magnífica The Whale presenta más lazos emocionales es, sin duda, The Wrestler. Un Mickey Rourke que -paradójicamente- subía al ring para tratar de mantenerse en modo de perpetuum mobile, mientras Brendan Fraser no es nadie sin la silla de ruedas. Pero uno y otro -quizás también ambos actores, cada uno en su singularidad- son juguetes rotos por el destino o por su deriva autodestructiva. Ambas obras acompañan a sus agonistas con infinita ternura en sus pasos finales -también les vemos encajar los golpes- y en las dos películas la deformación de la carne y de lo que fue belleza excelsa es la clave de bóveda de la soledad de ambas ballenas. Lentas, torpes, varadas en un ring o en un canapé.