Una joya para disfrutar y (re)pensar el terror
Enero suele ser un mes dorado para los estrenos. No precisamente porque se empiecen a lanzar las películas candidatas a los premios Oscar sino porque suele derivarse a ese mes una buena cantidad de material que no es considerado “potable” para un gran público (a diferencia de las vacaciones de invierno, por ejemplo). También, para enero, se suelen correr algunas propuestas que no fueron estrenadas el año anterior. Esa es la suerte que corrió la que posiblemente sea uno de los tres mejores films a estrenarse en este año que comienza: The Cabin in the Woods -título mucho más sugerente que el poco feliz La cabaña del terror-, que es (y será) confundida por una película de terror cuando, en todo caso, es una película sobre el cine de terror, sobre el sadismo del espectador -de ahí y de su reflexividad las reiteradas menciones a Alfred Hitchcock- pero sobre todo es una gran estudio sobre los dispositivos de poder (¡Foucault, chupate esa mandarina!).
Pero, ¿Qué es The Cabin in the Woods? Ante todo, es una sintética y brillante cita a las adocenadas películas de adolescentes-en-estado-de-explosión-hormonal-que-quieren-saciar-su-calentura-en-una-casa-abandonada. Puntualmente hay una película que es la gran referencia ahí: hablamos de Diabólico o The Evil Dead (Sam Raimi, 1980) aunque haya ecos de muchas otros exponentes del rubro. La segunda referencia es más solapada, pero puede encontrarse en The Truman Show (Peter Weir, 1997) ¿Cómo conviven ambas influencias siendo películas tan distintas? Mediante un desdoblamiento narrativo que da cuenta de acciones en un mundo, al que podremos llamar “simulado” y en otro mundo al que podremos llamar “el detrás de escena”.
En el primero de ellos nos encontramos frente a una sucesión de clichés propios del slasher y en el segundo vemos que varias de las cosas terribles que sufren los personajes del mundo “simulado” no son otra cosa que decisiones arbitrarias, sádicas, premeditadas de dos técnicos del “detrás de escena” (trasuntos del director y coguionista de la película). La pregunta es por qué lo hacen. No voy a darles la respuesta (que se sugiere a poco de comenzada la película) lo que si puedo decir es que esa decisión no está en el orden del sadismo del puppet-master de El juego del miedo (James Wan, 2007) sino más cerca de un terror panteísta o teológico al estilo de La última ola (Peter Weir, 1977), de ahí la doble adscripción cinéfila del apellido: el verdadero horror es estar sometido a la voluntad de alguien o algo sin saber muy bien por qué ni para qué.
Ahí es donde se da un segundo desdoblamiento: la mirada de placer sobre la violencia actuando sobre los personajes es la de los Puppet-masters pero también la nuestra, estirando hasta el límite nuestro morbo de espectadores: ¿Desmembrados por asesinos seriales o atacados por una serpiente gigante? ¿Siendo comida de zombis o drenados por un vampiro? ¿Picados en trozos por una motosierra o poseídos por espíritus? Ese menú a la carta es también la sucesión de espantos que ha sabido entregar el género de terror al menos en los últimos 50 años y son esos estereotipos también a los que la película saluda con simpatía (prepárense para la liberación)
Hoy, donde el cine de terror documental termina de quemar sus últimos cartuchos, el dúo de guionistas Whedon-Goddard se muestran anacrónicos al mango: vuelven a la reflexividad de una saga como la de Scream (Wes Craven, 1996), pero logran darle 20 vueltas de tuerca más al asunto. Donde la saga se comía su propia cola a pura reflexividad desde el interior del género, la película de Goddard lo hace desde fuera del género abriendo una sucesión de cajas chinas plenamente justificadas (porque no es un mero procedimiento sino un mecanismo para dar cuenta de las relaciones de poder que definen a la dinámica de la historia narrada) en función de la narración.
Pero al anacronismo y reflexividad debemos sumarle humor. No porque la película sea una comedia sino porque el humor permite pensar con distancia cómo operan todos y cada uno de los lugares comunes que el espectador promedio tiene sobre el cine de terror. Sobre esos lugares comunes el dúo de guionistas da media vuelta de tuerca más y demuestra que todo estereotipo (la rubia tonta, el deportista, el drogón, la virgen, etc) es fundamentalmente el resultado de los mecanismos de poder actuando sobre las personas, sobre los individuos -aquí hay una solapada defensa de la marihuana como resistencia LITERAL frente a los abusos y manipulaciones del poder. No quiero revelar mucho más pero con el pasar de los minutos van a ir dándose cuenta de que los estereotipos son justamente su opuesto por lo que la película, al precisar de esos lugares comunes y revelar las motivaciones, también está hablando de nuestra moral previsible como espectadores de género.
El mecanismo de la película es apabullante: un núcleo duro de lugares comunes sobre un (sub)género en desuso, un segundo nivel en donde como espectadores somos conscientes de una puesta en escena (se busca aterrorizar a los personajes del núcleo y nosotros gozamos con eso), un tercer nivel donde se nos revelan las decisiones que esto implica y algunas motivaciones, un cuarto nivel que da cuenta de la ruptura de los límites entre un mundo y otro y por ende de la revelación más interesante: que el mundo del “detrás de escena” es tan peligroso como el primero (al punto tal de poder ser afectado por los mismos males dosificados en el nivel inicial). Por último, un nivel casi definitivo sobre el que nada puedo revelar pero que se define en el último y liberador plano de la película.
Con una lucidez pasmosa sobre el mundo The Cabin in the Woods tiene esa notable capacidad que pocas películas consiguen: ser un entretenimiento popular, ser reflexiva en torno al género en el que se mueve y en torno a los mecanismos de poder que denuncia (recordemos que en el cine y las series de Joss Whedon la ética es algo que no se negocia, menos frente a un poder extorsivo), pero sobre todo fluye, es liviana como una pluma, y es tan liberadora como angustiante. Quizás porque, en definitiva, ese mundo de infinitas puestas en escena, de infinitos jefes, de infinitos empleados, sea espantosamente nuestro. En el fondo, el gran terror puede ser tan teológico como materialista: siempre hay alguien que subyuga y explota. Teología y capitalismo nunca se habían llevado tan bien.