En algunas ocasiones es injusto abusar de los sobrenombres, los motes. Inclusive de los apellidos. Todo aquello que, indistintamente, funcione como nombre propio puede poner de mal humor hasta al sujeto más orgulloso.
Deporte fácil y privilegiado por la crítica el de poner motes, Richard Kelly supo ganárselos desde su ópera prima, Donnie Darko, a puro talento. Y si bien su siguiente película, Las horas perdidas, era una mezcla pretenciosa de ciencia ficción y parodia, Kelly podía salir airoso de esa inapelable terminología que nos legó Harold Bloom, es decir, podía huir a la llamada “angustia de las influencias”. Hasta que llegó The Box, que en sus 115 minutos condensa todas esas citas que alguna vez pugnaron por salir en el cine de Kelly y que aquí estallan descontroladas -en el mal sentido del descontrol, digamos- salpicando una película desparejísima, confusa, pretenciosa, solemne y, cuando no, proclive a encontrarle motes y filiaciones habidas y por haber.
A lo largo de la historia podemos recuperar a buena parte del Stanley Kubrick más ascético y frío de sus films de los años ‘80, también andan rondando los fantasmas del cine y la TV de David Lynch (sobre todo porque The Box parecía merecer más un formato de miniserie televisiva, como lo fue la revolucionaria Twin Peaks), naturalmente otra influencia visible es La dimensión desconocida, serie a la que se alude lateralmente, también, al adaptar un texto de Richard Matheson, reconocido escritor y guionista de buena parte de los capítulos de aquella serie de Rod Serling.
Si uno se pusiera menos pretencioso, no sería difícil ubicar a Lost, pero sobre todo retumba en el cerebro el imaginario conspirativo típicamente estadounidense que tiene a la paranoia de X-Files como su adalid (y a la ciencia ficción de los años ‘50 como referente un poco más lejano).
Pero… ¿A qué va esto? Esencialmente, a mostrar que buena parte del esqueleto de la tercera película de Kelly sólo puede sostenerse en base a ese “espíritu de influencias” más que por mérito propio. En ese sentido, el resultado, hasta la primera hora de película es entre aceptable y demasiado correcto/académico. Pero, a partir de la revelación de las conspiraciones, todo el asunto desbarranca en una sucesión de arbitrariedades insostenibles (ver la prueba final a la que se somete a la familia, nada muy distinto a la pregunta infantil: “¿si tuvieras que elegir morirte ahogado o quemado o que te torturen una semana seguida y te paguen un millón de dólares, qué elegirías?”) que desdibujan lo logrado en la primera parte derivando en un final moralista, innecesario, y por qué no, acelerado, como si toda la resolución debiera resolverse con apuro.
Tengo la sensación, nuevamente, que The Box pudo haber sido un mejor programa de TV que una película: con el 10 por ciento de las conspiraciones y preguntas que la película plantea como potenciales conflictos, Lost lleva seis años al aire.