Jorge y Mabel, tirados en la cama, intentan tener sexo; él se rinde fácilmente, ella sigue intentando, sin encontrar más que negativas, hasta que finalmente desiste. El desencuentro luego se invierte: ahora es Jorge el que reanuda los intentos pero Mabel se encuentra ya sumida en frustraciones, y rompe en llanto. Así podría resumirse, al menos en términos narrativos, la primer escena de La cama, que se nos presenta, en primera instancia, como una declaración de principios: no busca tanto impactar (aunque algo de eso hay), sino más bien plantar una bandera; un acto de honestidad cuanto menos infrecuente. Hay algo en la escena que parece reunir, en carácter embrionario, la totalidad de lo que se quiere narrar, no como un resumen, más bien como una tesis a desarrollar. Tiene sentido entonces que, como carta de presentación, se encuentren allí esbozadas las fortalezas del relato y sus flaquezas, sus aciertos y sus fallas.
En su ópera prima, Mónica Lairana, como ya lo había hecho en sus cortos anteriores, decide prescindir casi por completo de los diálogos o asignarles un valor minúsculo, casi banal, para abocarse al estudio de los cuerpos en el espacio, dejando que lo no dicho aflore a través de las arrugas, de los pliegues entre los músculos. Si la casa termina desarrollándose como el tercer personaje en discordia, es gracias a que recibe el mismo tratamiento, y en sus paredes, en sus espacios vacíos, pueden leerse los años, las historias compartidas. Durante el día retratado en la película, el último antes de mudarse y separarse, los muebles parecen abrigarlos para luego asfixiarlos, brindándoles refugio y desamparo según el estado de ánimo que atraviesen. Si la película en un principio parece que se ampara en un determinado hiperrealismo, lo hace solo para luego desmentirse y ramificarse: los pocos elementos y los grandes vacíos completan la idea de una ausencia, ya que lo buscado en cada imagen está justamente en eso que tiende a desaparecer. Si la inclusión de detalles tiene como búsqueda lo iconográfico, aquí se apunta a lo contrario, a contar desde el progresivo abandono; abandono que encuentra su correlato en la fatigosa división de bienes entre Jorge y Mabel, en la distancia que deben tomar de los objetos, que una vez fueron suyos y ahora se les vuelven ajenos, extraños.
El puntilloso trabajo para con la imagen se intensifica en el notable detalle de los sonidos: si el silencio puede ser insoportable, en tanto no hace más que reflejar el desamparo de los personajes, el colchón sonoro compuesto por ventiladores y heladeras acentúa la idea de detenimiento, un sopor que linkea rápidamente con el cine de Martel. La referencia no es casual: la salteña vuelve una y otra vez a “la hora de la siesta” como momento donde el transcurrir se detiene, algo que Lairana retoma en esos cuerpos pesados, que deambulan, como fantasmas de lo que fueron, por un espacio donde el tiempo se ha desfasado. El carácter sepulcral de las imágenes termina de explotar en la escena donde Mabel encuentra una sencilla cadenita, asumimos un viejo regalo de parte de Jorge: el sonido ya mencionado se trastoca abandonando sutilmente el orden de lo cotidiano y dándole al momento una sensación casi sobrenatural. Es aquí cuando la película termina por asumir su condición de moderna: como espectadores, no nos es necesario un flashback que cuente el momento del regalo, ni siquiera un diálogo que explique su importancia; nos basta con leer en el presente las huellas de ese pasado, permanentemente aludido pero nunca explicitado.
No es fácil conducir un relato con la fragilidad con la que se propone Lairana, y es hasta entendible que por momento necesite reforzar ideas, a riesgo de perderlas. Cuando los personajes cenan se encuentran minúsculos, casi invisibilizados, frente a todos los trastos, empacados en las cajas que los rodean. La precisa acumulación de elementos (sumado al “qué grande es esta casa” que acota Mabel) dotan al cuadro de un barroquismo hasta ese momento ausente; si “el mensaje” se subraya es a riesgo de contradecir todo lo anterior. Algo similar ocurre en la primer escena ya comentada: luego del frustrado intento sexual, Jorge se acurruca sobre las piernas de Mabel, en posición fetal, casi como un niño, y es en ese “casi” donde la metáfora buscada emparenta el acto de narrar con el de señalar. Engañoso, en cuanto no es allí donde brilla el film, sino en esa coreografía de cuerpos, una danza que ensayan entre ellos y con la casa. Mabel usa sus propios brazos para medir las longitudes de la cama y luego las de la escalera por donde infructuosamente tratarán de hacerla pasar. Si lo que viven es un duelo anunciado, lo transitan no a través de sus rostros, sino de sus propios miembros, memoria viva y santuario de su relación. Son esos detalles los que logran darle carnadura a los personajes sin encasillarlos, como los cigarrillos Pall Mall suaves largos que fuma ella antes de bañarse. La marca, fácilmente reconocible, no es un grito significante, no delimita una clase social; simplemente enuncia allí una identidad, una singularidad que desenmarca al personaje de cualquier generalismo. Jorge y Mabel no simbolizan un estado de las cosas, tampoco existen pistas para leer en ellos una mirada sobre la tercera edad. El hecho de que los demás personajes se encuentren en un constante fuera de campo no es forzado, en tanto responde a la iniciativa de contar una historia desde los vacíos y, sobre todo, desde las ausencias.
La amenaza constante de la muerte tampoco necesita ser nombrada: a Lairana le basta conjurarla desde la puesta, moviendo la cámara (en una película con todos planos fijos), o pasando a primeros planos para evocarla. En este sentido, la escena final sirve como espejo y actualización de la primera: si el sexo finalmente se consuma, el desencuentro se hace todavía más evidente. Eso que los unía ya no existe y la cama del título se nos presenta entonces más concretamente como una tumba; un recordatorio mortuorio de su relación.