El incierto fenómeno al que los pescadores llaman la campana está mar adentro; es un lugar mítico donde quedan atrapados los navegantes inexpertos, los que han perdido el rumbo, quizá también los que huyen de la realidad; un lugar donde, sin que ellos lo adviertan, el tiempo deja de existir y del que raramente se vuelve. Un lugar donde los hombres desaparecen.
Quien informa de la leyenda es un viejo lobo de mar, personaje infaltable en las historias marinas que en esta ópera prima de modesta producción y ambiciosa temática encarna un mesurado Lito Cruz. Pero más allá del elemento fantástico que está en el centro del relato, es fácil sospechar también una intención metafórica, a lo que contribuyen el momento histórico elegido (la acción comienza en 1982, con la movilización a la Plaza de Mayo del 30 de marzo y el inmediato desembarco de las tropas en Malvinas, copiosamente ilustrados por los informes radiales o televisivos); las referencias al terrorismo de Estado, y el tiempo del epílogo. Al film le cuesta decidirse por una vertiente u otra y tampoco pone en juego demasiado rigor al exponer la vaga historia de amor que sirve como sustento argumental.
Estamos entre pescadores marplatenses (a los que raramente se ve pescar) y sigue los pasos de una adolescente, huérfana de madre e hija del capitán de El Morel, que al morir la deja al cuidado de su hombre de confianza, el noble y maduro Juan. Del mundo interior de la chica (Rocío Pavón) apenas se sabe algo por lo que vuelca en su diario, aunque se la ve dueña de firme carácter cuando debe hacerse un lugar en un mundo exclusivamente masculino. De los sentimientos de su tutor (Jorge Nolasco), un poco más por sus ocasionales reacciones y por el ensimismamiento. La acción -una sucesión de episodios no siempre bien hilvanados- transcurre en buena medida en un bar del puerto por el que circulan personajes que quieren ser descriptivos del ambiente, pero resultan bastante esquemáticos o carecen de desarrollo. Las imágenes de los pesqueros en el mar, en cambio, prestan al menos su atractivo visual. Al espectador le toca imaginar los nexos y rellenar los espacios vacíos de una historia que confía excesivamente en las sugerencias, atiende poco a la construcción de los personajes, a los vínculos que hay entre ellos y al carácter de sus probables conflictos, y bastante menos a la continuidad de la historia.
Todo, claro, conduce a la campana, esa suerte de metafísico triángulo de las Bermudas del que alguien logrará volver sólo para descubrir que su tiempo ya no es el tiempo de los otros y quizá para investigar si es posible tender un puente entre los dos, un tema que Torres ya abordó -con fortuna desigual, lo mismo que ahora- como guionista de una de las Historias breves II.